Columna de Sebastián Edwards: Los 100 años de “Alito” Harberger, un “gran capitán”

Arnold Harberger


Poco a poco la izquierda radical ha ido aceptando la idea de que los “30 años” fueron años de crecimiento, progreso y bienestar. Ojalá, dicen ahora los más iluminados, tuviéramos nuevamente las tasas de crecimiento, el empuje y las esperanzas de esa época. Porque la verdad es que, si bien no todo era perfecto, Chile vivió un milagro económico nunca visto en nuestra región.

El próximo sábado 27 de julio, el economista y exprofesor de Chicago Arnold “Alito” Harberger, el padre del “modelo chileno”, cumplirá cien años. Es justo hacerle un homenaje.

Harberger llegó a Chile por primera vez en junio de 1955, junto a tres colegas de la Universidad de Chicago. En ese viaje se fraguó el contrato con la Universidad Católica que dio origen a los famosos Chicago Boys. Fue en ese viaje cuando conoció a Sergio de Castro. Durante los años siguientes, Harberger visitaría el país frecuentemente y haría investigación pionera sobre nuestra economía. Su conexión con Chile se estrechó cuando, en 1959, se casó con la chilena Anita Valjalo, hermana de David Valjalo, el poeta iquiqueño que fue director de la revista Literatura Chilena en el Exilio.

Harberger fue un economista de Chicago diferente, un pensador original e independiente, un economista pragmático. En contraste con algunos de los miembros más doctrinarios de esa facultad, como Milton Friedman, Harberger entendía que en los países pobres el Estado jugaba un rol importante. En su opinión, se necesitaba una metodología meticulosa para evaluar los proyectos de inversión emprendidos por el gobierno. En Chile, el antiguo Odeplán adoptó su técnica, y durante años evaluó con rigurosidad cada iniciativa de inversión pública, lo que significó enormes ahorros para el Estado. No es una exageración decir que el éxito de los 30 años tuvo mucho que ver con las enseñanzas de Harberger, con su insistencia sobre la superioridad del sistema de mercado, de los méritos de las economías abiertas, de la prudencia fiscal y de la necesidad imperiosa de gastar bien cada peso del erario nacional.

Pero además de ser un gran economista -candidato permanente al Nobel-, Alito Harberger es una buenísima persona. Bonachón y querendón, de una lealtad a toda prueba, amigo de sus amigos y comprensivo con sus adversarios. Nunca lo escuché hablar mal de alguien.

Cuando lo conocí, en un lejano 1976, vestía trajes un tanto arrugados, los que con los años reemplazó por guayaberas tropicales igualmente arrugadas. Cuando viajaba, Alito llevaba todo tipo de cosas en su maleta, incluyendo bolsas de maní, latas de sardinas, salsa de tomate y galletas. En 1976, todavía bebía, y prefería los gin tonics. Invariablemente sus bebidas -y las nuestras, en realidad- tenían mucho gin y muy poca agua tónica. En su maletín siempre había dos o tres blocs amarillos y varios lápices de colores. Como descubrí más tarde, cuando tomé sus cursos en Chicago, necesitaba esos lápices para dibujar sus elaborados diagramas, con curvas de oferta y demanda, costos e ingresos, con triángulos que medían las pérdidas de bienestar y rectángulos que capturaban las consecuencias indirectas de diferentes distorsiones, como impuestos o aranceles de importación. Pero el artículo más importante en su maletín era una copia del Anuario de Estadísticas, publicado por el Fondo Monetario Internacional. Eran libros de gran formato, con tapas azules. Cada país tenía dos a cuatro páginas, y las estadísticas, para cada año desde 1950, se presentaban línea por línea. Yo nunca había visto la publicación hasta que conocí a Harberger, pero inmediatamente descubrí su utilidad y conseguí mi propio ejemplar. Harberger me enseñó a desenterrar narrativas completas a partir de esos pequeños números que parecían hormigas en un mostrador con miel.

Cuando alguien le hacía una pregunta, Harberger se quitaba los anteojos y se frotaba los ojos. Luego decía: “Bueno,” y hacía una pausa. Casi se podía ver su cerebro trabajando. Con frecuencia, caminaba de un lado a otro mientras pensaba, a menudo con las manos en los bolsillos traseros. Se inclinaba ligeramente hacia adelante y miraba al suelo, como si estuviera buscando algo que había perdido, una moneda, una llave, un objeto pequeño. Nunca se apresuraba. De él aprendí que uno jamás debe ser un “experto instantáneo”.

A pesar de su enorme orgullo por lo que habían logrado sus discípulos en Chile, Harberger siempre mantuvo una preocupación por el tema de la desigualdad. En su Historia Oral, de 2016, contó que, en 1955, durante un almuerzo en el Club de la Unión, preguntó cuántos socios provenían de familias campesinas. La respuesta fue que ninguno. Pero eso no fue lo que más lo inquietó. Lo que lo dejó pensativo y un tanto cabizbajo fue que en el 2005, y “a pesar de la tremenda movilidad social que ha habido en Chile, de los grandes avances, de todas estas cosas buenas, todavía era inconcebible que hijos de campesinos fueran socios del Club de la Unión.”

Todos quienes fuimos sus estudiantes le debemos mucho y lo celebramos en sus 100 años. Para mí –y creo que hablo por otros y otras–, Alito siempre será un gran maestro, un entrañable amigo y un gran capitán. ¡Happy birthday!

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