Columna de Sebastián Edwards: Nuestro desafío: una constitución con 75% de apoyo ciudadano
Según el constitucionalista Frederick Schauer hay dos tipos de constituciones: las “constituciones de la esperanza” y las “constituciones del miedo”. Las primeras son optimistas. Sus arquitectos creen que el texto constitucional puede utilizarse para avanzar hacia la prosperidad y la igualdad, hacia estados superiores de bienestar. Todo lo que se necesita es una hoja de ruta y un sistema que establezca la organización política del estado. Estas constituciones solo funcionan cuando las “aspiraciones” son compartidas por la gran mayoría de la población; digamos, por más del 70%.
Las “constituciones del miedo”, de otro lado, están asociadas a Winston Churchill. El primer ministro británico temía que los gobiernos –aún los elegidos democráticamente– abusaran su poder. Para quienes piensan como Churchill, los textos constitucionales deben protegernos de estos (posibles) abusos, de las intromisiones inaceptables y de las imposiciones autoritarias que violan nuestra autonomía. Las constituciones, nos dicen, deben ser “protectoras”, deben establecer un catálogo de acciones que el estado no puede emprender, de políticas vedadas, ya que su implementación resultaría en una disminución de nuestras libertades personales.
La constitución chilena de 1980 es, esencialmente, una “constitución del miedo”. Pero para entenderla es necesario reconocer que no todos los miedos son iguales. Los miedos, como tantas cosas, están circunscritos a su momento histórico. La constitución chilena actual es, por ponerlo de alguna manera, hija de la Guerra Fría. Fue diseñada para proteger al país de lo que sus redactores consideraban la peor amenaza que se cernía sobre los ciudadanos: el comunismo.
Pero, obviamente, la chilena no es la única constitución protectora. La Bill of Rights de los Estados Unidos es quizás el mejor ejemplo de un catastro de derechos adoptados en un momento histórico específico, con un sentido protector. Son 10 preceptos que protegen a los ciudadanos de los miedos churchillianos, y de los abusos que experimentaron durante la época colonial. La Tercera Enmienda es, posiblemente, la que mejor lo ilustra: “Ningún soldado podrá… ser alojado en una casa sin el consentimiento de su propietario…”. Mirada a través de los cristales contemporáneos esta enmienda es absurda, casi risible. Nadie se imagina a un pelotón de marines, armados hasta los dientes, siendo acuartelados en una casa particular.
El proyecto constitucional rechazado el 4 de septiembre era, sin dudas, una constitución aspiracional. En el texto se plasmaron las aspiraciones de variopintos grupos de activistas, incluyendo los partidarios del “nuevo constitucionalismo latinoamericano”, los protectores de los glaciales y de las mascotas, y los defensores de la plurinacionalidad. El problema, claro, es que el resultado fue un texto que escapaba del sentido común y que tensionaba nuestra historia como república. Las aspiraciones planteadas no eran las de la gran mayoría nacional. Lo que se rechazó fue un texto con una gran cantidad de aspiraciones identitarias promovidas por una élite educada bajo los cánones de la “teoría crítica”, tan de moda en tantas universidades.
Nuestro desafío en el nuevo proceso constituyente es lograr una síntesis entre lo aspiracional y lo protector. Es imperativo redactar una constitución “de sentido común”. Un texto que recoja nuestros anhelos sobre tolerancia e inclusividad, sobre igualdad y respeto, sobre libertad y autonomía, sobre descentralización y cuidado de la naturaleza, y que al mismo tiempo nos proteja de las experiencias traumatizantes del pasado. Una constitución que nos resguarde de la violencia, del autoritarismo, del abuso, de “el que no baila no pasa”, de la polarización fratricida, de las crisis económicas, de la inflación y del desempleo.
Ese es el desafío del nuevo proceso. Lograr la síntesis que nos permita vivir en armonía, con un propósito compartido entre todos.
¿Es difícil lograrlo? Sí.
¿Es imposible? No.
Para hacerlo hay que poner cabeza y buena voluntad, conversar hasta que duela, tener respeto y auscultar nuestra historia, analizar las experiencias de nuestra región y preguntarnos por qué Latinoamérica se ha ido quedando atrás. Si hacemos todo eso, saldremos adelante y lograremos entrar de lleno en la tan esquiva reconciliación nacional.
Hacerlo cuando se cumple medio siglo del golpe de estado sería especialmente simbólico. Nos permitiría legarles a nuestros hijos y nietos un país donde todos miramos en la misma dirección. El desafío concreto es que en el plebiscito de salida más de un 75% de ciudadanos aprueben el nuevo texto. Quizás suene ilusorio, pero si lo pensamos bien, no lo es. Después de todo, un 70% de los diputados y diputadas -109 de 155- aprobaron la reforma constitucional que lanzó el nuevo proceso.
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