Columna de Sebastián Edwards: Para entender la Unidad Popular
“Hay quienes opinan que fueron factores externos los que, en definitiva, determinaron la frustración de la experiencia revolucionaria chilena. Especialmente se insiste en la importancia que tuvieron el bloqueo financiero estadounidense, la ayuda económica y técnica prestada por la CIA a los adversarios de la Unidad Popular y la influencia y penetración norteamericana en las Fuerzas Armadas chilenas, en inclinar la balanza de fuerzas en favor del golpe contrarrevolucionario. En el caso chileno, como en la mayoría de los casos, la acción externa destinada a favorecer la subversión operó sobre factores desestabilizadores internos preexistentes, profundizando y extendiendo sus efectos negativos, favoreciendo, en esa forma, el éxito del golpe de Estado. Así, el bloqueo financiero norteamericano y los obstáculos al comercio chileno-estadounidense, agravaron la crisis de la balanza de pagos y acentuaron ciertos problemas de abastecimiento, pero no puede decirse que los haya provocado y originado.”
El párrafo anterior fue escrito, en 1977, por Clodomiro Almeyda, canciller de Salvador Allende y uno de los intelectuales de izquierda más respetados de su generación. Lo importante de esta cita son las últimas palabras, donde el histórico líder del PS descarta la intervención extranjera como la fuerza principal que provocó los problemas económicos nacionales durante 1971-1973.
Si Almeyda tenía razón – y yo creo que la tenía – la pregunta inmediata es qué factores explican, entonces, la crisis económica de la Unidad Popular: la inflación desatada (de acuerdo con ciertas métricas, más del 1.500% anualizado), el desabastecimiento, las colas eternas, el mercado negro, el desplome de la producción, la desaparición de las divisas, y el colapso de los salarios reales.
La principal explicación es que, tanto en lo económico como en lo político, la Unidad Popular fue extraordinariamente ingenua. El programa económico era ingenuo, la estrategia política lo era, y la apreciación sobre el mundo militar lo era aún más. Todo esto se traducía en que la cuestión del “poder” fuera tratada en forma panfletaria y mecánica, sobre la base de consignas y bravatas que no consideraba con seriedad y realismo los obstáculos que enfrentaba el proceso. En definitiva, se diseñó un programa que, mirado en retrospectiva, era claramente inviable. Esto lo reconocieron, años más tarde, una multitud de personeros y lideres de izquierda, incluyendo Carlos Altamirano, en la ya legendaria entrevista con Patricia Politzer.
El programa económico de la UP – programa que jugaba un rol fundamental en el afán por lograr la toma del poder total – tenía dos componentes. Un módulo que buscaba el aumento del empleo, los salarios y el consumo en el corto plazo, y un segundo módulo que incluía la nacionalización del cobre (sin pago de compensación alguna) y la totalidad de la banca, la expropiación de las empresas monopólicas, y la expropiación de todos los latifundios. Mientras el primer módulo tenía tintes keynesianos, el segundo produciría el tránsito del país hacia una sociedad socialista.
En un importante documento de la época, Pedro Vuskovic – el jefe del equipo económico – enfatizó que ambos componentes de la estrategia debían implementarse en forma simultánea. No debían pensarse como módulos secuenciales.
El programa buscaba generar un círculo virtuoso, casi mágico. La existencia de una (supuesta) gran capacidad ociosa permitiría acomodar la expansión de la demanda agregada. Esta, a su vez, era el resultado de un sustancial aumento de salarios decretados por el gobierno. Como los precios estaban fijos, no habría inflación. La nacionalización del cobre y de las grandes empresas generaría un enorme excedente para el estado, lo que permitiría financiar una cantidad de programas sociales y aumentos en la inversión. Los campos expropiados producirían más alimentos y los bancos, ahora en poder del estado, apuntalarían el proceso. Y, claro, todo esto se traduciría en un aumento del apoyo político a la UP.
Pero nada de eso sucedió.
El aumento de la demanda agregada generó una bonanza de muy corto aliento. Ya a fines de 1971 era evidente que, en vez de un círculo virtuoso, se había instalado un círculo vicioso de grandes proporciones. El proceso se había arrancado de las manos del gobierno.
En el centro mismo del huracán estaban las tomas indiscriminadas de fábricas por parte de sus trabajadores. Esto frenó la inversión y generó enormes disrupciones en la producción. La falta de divisas se tradujo en dificultades para importar repuestos, insumos y maquinaria. En vez de generar excedentes, las fábricas expropiadas tenían grandes pérdidas, las que eran financiadas con emisión inorgánica por parte del Banco Central. El gobierno reaccionó a la inflación decretando nuevos aumentos de salarios, lo que produjo aún mayores pérdidas y más inflación. En vez de atacar el desequilibrio en sus raíces, se fortaleció el control de precios, lo que se tradujo en desabastecimiento, colas y mercado negro. El circulo vicioso arreció, y con ello la disconformidad de la población.
Lo paradójico es que lo anterior era predecible y no debiera haber sorprendido ni a economistas ni a políticos. Haber pensado lo contrario fue de una ingenuidad enorme. El porqué de esa ingenuidad será el tema de una próxima columna.