Columna de Sebastián Sichel: Democracia vivaracha
La historia es el prólogo decía Shakespeare. En el prólogo, Revolución Democrática surgió como aire fresco en una izquierda aletargada después del fracaso de la Nueva Mayoría. Jóvenes y lozanos encarnaban la simbología de una izquierda cansada de tanta prudencia y “medida de lo posible”. Ellos eran la nueva revolución estética: chascona, sin corbata, que tanto le gustaba a la vieja izquierda latinoamericana que se había sentido incómoda con la irrupción de los ternos cafés, las corbatas y los trajes de dos piezas de Aylwin, Frei, Bachelet y Lagos.
Los Jackson, Boric y Vallejo imponían un nuevo estilo: no se necesitaba experiencia ni prudencia, lo que se requería era arrojo. Intelectuales y culposos líderes progresistas cayeron cautivos: se les tendió la alfombra roja con cupos parlamentarios (omitirse por Jackson… obvio), pleitesía (RD a cargo de Providencia y la reforma educacional... obvio) y se les dio el poder (Marcel, ministro de Hacienda del candidato de los retiros Boric... obvio). Se compraron el “París bien vale una misa” de Enrique IV para convertirse en esa nueva religión llamada Frente Amplio: más cool, más joven, más rebelde. Desde la DC hasta el PC, todos se plegaron sin cuestionamientos. Al frente estaba su enemigo, la derecha, y al lado suyo, unos nuevos héroes: los frenteamplistas.
Los de Revolución Democrática también creyeron encarnar una nueva revolución, la ética. “Nuestra escala de valores y principios dista de la generación que los antecedió”, pontificó Jackson. Ellos se sentían distintos. No habían negociado con la “dictadura”, no habían trabajado nunca en empresas con “lucro”, no habían sido contaminados por el poder. Todo esto mientras se paseaban en autos fiscales, con dietas parlamentarias, contratando de asesores a sus amigos y parejas, llamando a Carabineros por sus amigos futbolistas. Su moral ya había elegido a los malos: los que estaban antes en el poder. Y desde su púlpito todo era más fácil de construir: si defendías la transición, amabas la dictadura; si llamabas a cuidar Carabineros, violador de DD.HH.; si defendías la familia, discriminador de minorías; si perseguías el terrorismo, opresor del mundo indígena; si defendías la iniciativa privada, esclavo de los empresarios; si aplaudías el éxito, abusador, y así un largo etcétera.
El desenlace del presente es igual que en toda vieja historia: estos “puritanos” también se avivaban con el poder. Armaron un tremendo tinglado para defraudar al Fisco a través de asignaciones directas a militantes en Antofagasta. La cruel ironía del destino hizo que lo hicieran en una fundación llamada Democracia Viva: revivir la democracia era apoyarse a sí mismos. La verdad es que no eran ángeles, ni tenían una escala moral superior. Quizás su presunta revolución ética y estética disfrazó su realidad: eran una generación que se había acostumbrado a vivir y financiarse de la burocracia.
Madison -uno de los padres fundadores de EE.UU.- decía que si nos gobernaran ángeles no sería necesario ningún control al Estado. A esta altura ya está claro que ni los ciudadanos somos ángeles ni quienes nos gobiernan, santos. Y salvo la febril parodia de la democracia “tuitera” de verdades absolutas que se compró RD, la democracia liberal lo tiene claro. Por eso las instituciones se hacen desconfiando de quienes detentan el poder. La verdadera honestidad de la política es saber que la corrupción es un cáncer. Y la verdadera revolución es reconocer que no tiene signo político. Mientras algunos sigan creyendo que su superioridad descansa en su opción política o su estética, seguiremos viendo -como dice el viejo hit de GIT- al costado del camino ángeles caídos.
Por Sebastián Sichel, abogado y ex candidato presidencial.