Columna de Sebastián Sichel: La captura

El embajador de Chile en España, Javier Velasco Villegas
El embajador de Chile en España, Javier Velasco Villegas. Imagen de archivo. Foto: Alejandro Martínez Vélez / Europa Press.


¿Cuánta discrecionalidad se debe dar a la autoridad para nombrar funcionarios? El caso de nombramiento de embajadores y miembros del Poder Judicial se ha visto envuelto en una polémica profunda estos meses. El caso célebre de una embajadora sin ningún tino en Inglaterra o las contumaces “metidas de pata” del embajador de España han puesto en el tapete la discrecionalidad en los nombramientos de embajadores. Del mismo modo, las filtraciones de WhatsApp de abogados han demostrado el nivel de oscuridad en que opera muchas veces el nombramiento de autoridades judiciales. ¿Es culpa de la forma?

La realidad es que los sistemas institucionales anteriores terminaron igual de degradados que el actual. La Constitución de 1925 requería la aprobación del Senado en el nombramiento de embajadores, lo que hizo que en los periodos de polarización, desde 1960, cada ocasión se transformaba en una batalla campal que inmovilizaba cualquier designación y avergonzaba la política internacional de Chile. Por lo mismo, la Constitución de 1980 decidió entregar esa responsabilidad sólo al Presidente de la República. Pero, como en todo, hay cosas que ni las leyes ni las normas pueden corregir: el criterio de quienes nos gobiernan. Los mecanismos institucionales de designación funcionaron correctamente mientras la política entendió que de su actuar correcto dependía el funcionamiento del país.

Casos emblemáticos, como la remoción de Claudio Huepe en 2007 como embajador de Venezuela -icónico concertacionista- o el nombramiento de Enrique Cury como ministro de la Corte Suprema (1998) ratificaban esa convicción: sólo los mejores llegaban a esos importantes cargos y no importaba qué tan buenos fueran, sus errores los llevaban a la remoción. En esto, izquierdas y derechas unidas no eran vencidas: el prestigio de la política exterior del Estado o la relevancia de las instituciones autónomas o judiciales permitía entender que el interés superior del Estado estaba por sobre toda consideración política o de amistad de quien ejerciera el poder. Por lo mismo, Frei Ruiz-Tagle fue capaz de remover a Germán Correa a meses de su nombramiento; Sebastián Piñera a Rodrigo Hinzpeter; Ricardo Lagos a Álvaro García, y así un largo etcétera.

De igual forma se entendía que cargos y designaciones eran para aquellos que tuvieran la capacidad de ejercerlos y para responder las necesidades de la población y no una forma de sostener empleos o formar cuadros. No se aprendía con recursos públicos. La crisis actual del sistema político tiene como corolario la captura del Estado. Ya no hay cargos por mérito, ni dotaciones públicas por necesidad, ni despidos por mala gestión. Todo se trata de los nuestros versus el resto. Y de llenar cargos y cupos para ejercer el poder bien o mal. Ya nadie renuncia o lo despiden. Todos se van porque son víctimas de los del frente o se quedan porque deben ser defendidos por ser nuestros. Amistades y militancias pesan más que capacidades y práctica.

Javier Velasco no es una excepción a la regla. Es la punta del iceberg de una promesa política -la del Frente Amplio- que se degrada a sí misma: eran peores que los de antes, para ellos más vale tener amigos que capacidades. El problema es el de siempre: los que más rápido capturaron el sistema son justo los que habían prometido venir a cambiarlo. Fundaciones, embajadas, municipios, empresas públicas… Nada escapa a su captura. Fueron buenos aprendices de las peores prácticas.

Por Sebastián Sichel, abogado y ex candidato presidencial.