Columna de Sebastián Sichel: La violencia no se explica y las malas excusas, según los abuelos
La democracia repugna a la violencia, porque es exactamente la negación de su esencia. La democracia es el espacio donde el débil y el poderoso valen lo mismo y dónde la razón le gana a la imposición. Por el contrario, la violencia es el lugar donde el fuerte se impone al débil y dónde las ideas sucumben ante la fuerza bruta. Por eso, resulta especialmente grave cuando en la política se tolera la violencia o se justifica: porque se autodestruye. La forma sigilosa en que la política chilena ha ido validándola – a través de su utilización, amparo o justificación- ha mermado lentamente la credibilidad institucional y el orden institucional. Lo crítico es que, si se tolera que algunos por la violencia consigan su objetivo, tarde o temprano también será justificable que quienes tienen el poder usen la violencia para defender el gobierno o los intereses que dicen representar, frente a quienes se les oponen; esa es la génesis del autoritarismo. Y es lo que han vivido países como El Salvador, Hungría, Polonia y Venezuela entre otros, dónde ahora el estado justifica el uso de la violencia contra opositores y la transgresión de los DDHH.
En Chile falta un análisis crítico del actual Gobierno respecto a sus líderes y al rol que tuvieron en validar la violencia de octubre del 2019. La explicación dada por los ministros Jackson sobre las ofensas contra Carabineros proferidas desde octubre -de analizar el contexto – o Grau -que no es lo que piensa ahora – ratifica la visión de una generación de izquierda que se niega a hacerse responsable de sus propios actos y que desde una irreflexiva posición de infalibilidad moral justifica -ahora por el contexto- las masivas ofensas a Carabineros e instituciones políticas, y busca expiar sus culpas en la radicalización de la violencia y el deterioro de la convivencia cívica. Es el viejo “yo no fui” fue el contexto, que la sabiduría doméstica contrariaba diciendo: ¿si el resto de sus amigos se tiran de un puente, usted también se tiraría? Y ese conocimiento transmitido por nuestros abuelos sabía la respuesta: nunca habrá contextos que justifiquen hacer lo incorrecto. Ergo, no hay contextos que justifiquen tweets violentos e irreflexivos, ni saltarse la fila para no pagar el metro, ni indultar a quienes cometen delitos, aunque muchos lo hagan.
No hay contextos que permitan validar la violencia en democracia, porque si aceptamos que es legítima según el contexto, la ley del más fuerte destrozará a la propia democracia. Por eso es tan grave lo que hicieron en redes sociales los tres Nicolás: Valenzuela, hoy director del metro; Cataldo, hoy subsecretario de Desarrollo regional; o Nicolás Grau, actual ministro de Economía. Y muchos más que hoy detentan el poder. Atizaron la violencia ofendiendo a la autoridad, generalizaron la ofensa contra las instituciones e incentivaron a vulnerar el estado de derecho e hicieron del tuit rápido y las redes sociales un instrumento para deslegitimar a quienes detentaban el poder púbico. Dónde se requería prudencia inundaron de exaltación. Dónde se requería respeto y tranquilidad, multiplicaron el desorden y la negación. Confundieron la obligación de defender la democracia y los DDHH, con el grito visceral e irresponsable para obtener el aplauso fácil, dañando a su paso las instituciones que nos protegían. Y hoy falta una profunda reflexión sobre ese error, no excusas.
Por lo mismo parece más grave el circulo vicioso en que ha caído esta actuación: del tuit visceral nació una promesa irracional de impunidad, a través de indultos a quienes habían ejercido esa violencia y hoy germina en la negación del daño causado por atizar la violencia. Parece un continuo y no hechos aislados. Mi abuela con paciencia me decía que un error que se comete una y otra vez, ya no es una equivocación, es una actitud. Y lo que vemos es una actitud de los sectores extremos de nuestro país: los dobleces para condenar la violencia, la falta de coraje para hacerse responsables de lo que se desató ese octubre y la fragilidad de un sector político que hoy gobierna para tomar las decisiones duras y necesarias para impedir que esto nuevamente se repita.
Lo cierto es que esa forma indolente de condenar la violencia de parte de la izquierda que hoy gobierna -y su actual “fue el contexto”- es el caldo de cultivo para que los extremos ahora de ultraderecha imiten esa actuación y con funas, aprietes y gritos quieran imponer su propia visión: aprendieron de buenos maestros. Han sembrado vientos y se cosecharán tempestades, de no asumir las responsabilidades. El aplauso al “matapacos” es solo la otra cara de la funa de los “Panchos Malos”: es la ética de que vale la pena gritar y saltarse la fila, descreyendo de la democracia y las instituciones.
No habrá una democracia tranquila mientras no tomemos conciencia del daño que le hace la violencia a los más débiles, ni una sociedad tranquila con políticos incapaces de asumir su propia responsabilidad en provocar la violencia. Y mientras no aceptemos que muchos de los efectos que hoy vivimos -un país más pobre, una delincuencia desatada, una inflación galopante- tuvo mucho que ver con la actitud que tuvieron los sectores políticos desde ese octubre, que decidieron ser uno más de los vociferantes que usufructuaban de la violencia y del populismo para ganar una elección.
Mientras no concordemos la necesidad de vivir en una sociedad en que el orden sea mejor que el desorden, que la victima sea más importante que el victimario y que se respete la autoridad y que, cómo decía Kant, no entendamos que la naturaleza humana necesita la socialización -lo que implica el respeto al orden y la valoración del maestro-, nuestro país será cada vez más injusto, un lugar dónde el fuerte se impone al más débil.
Cicerón en el ocaso de la República romana se había anticipado más de veinte siglos a la sabiduría de mi abuela: “El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes”. Es quien respeta las leyes y comprende el daño que le hace la violencia a la convivencia; quien no se siente en una posición de superioridad moral sobre el resto; el que sabe que nadie está por sobre la ley, y que quienes ejercen el poder deben llamar a respetarla, no ha evadirla. Que sabe que la justicia se alcanza por reformas y no por revoluciones. Y sobre todo, el que tiene la madurez política de asumir el error cuando se ha equivocado, incluso dejando el cargo, no justificarlo.
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