Columna de Sebastián Sichel: Viva la libertad ¿carajo?
¿Es justificable proteger la intolerancia cuando se trata de dañar al adversario? ¿Se puede justificar la violencia por un fin que se estima justo? Ninguna de estas preguntas es nueva. En cada crisis, en cada entrevero de la historia siempre aparece el mismo razonamiento: el fin parece justificar los medios. Hannah Arendt nos enseñó que detrás de estas justificaciones se suele esconder la banalización del mal, es decir, la trivialización del daño causado en entornos donde parece razonable perseguir el mal por una causa que se esgrime justa. Algo de esto parece estar sucediendo en Chile.
La izquierda chilena fue quien inició este proceso depredador democrático, llevándolo al paroxismo en 2019 -recomiendo leer columna de Alfredo Sepúlveda “Un debate necesario”-, dejando interrogantes sobre su propia banalización del mal: ¿En qué minuto creyó en la violencia como forma de acción política y se enamoró de matapacos, primeras líneas y lumpen agresivo? ¿Cuándo decidió renegar su propia renovación democrática y abjurar de la tradición de los 30 años por la crisis de los 30 pesos? ¿En qué minuto Boric/Jackson deciden liderar un intento de destitución presidencial de Sebastián Piñera y caricaturizarlo como violador de DD.HH.? ¿En qué minuto la izquierda se transformó en neoliberal y quiso comprar con los retiros la elección presidencial? ¿Tanto valía la necesidad del poder que se decidió destruir moralmente la República para avanzar? De eso y mucho más tendrán que responder la izquierda y sus líderes después de este desastre de gobierno. Serán ellos los que paguen sus culpas: el caos que tienen al gobernar es consecuencia de sus actos.
En el caso de la centroderecha, parece legítimo plantearse si debe hacer lo mismo para volver al poder. ¿Cuánto mal está dispuesta a justificar para volver a gobernar? En pleno siglo XXI defender a Pinochet o tolerar dichos homofóbicos como los de la doctora Cordero debería ser causal de exclusión de cualquier proyecto político. O va a seguir atrapada en las cavernas a las que los mandó Vargas Llosa hace un tiempo. Pero no sólo son los gestos de intolerancia, también la validación de la violencia y la funa, o la deshumanización de un discurso que se olvidó de la pobreza a costa de atacar la existencia del Estado. O la defensa de la concentración económica a costa de mercados competitivos. Y así un largo etcétera. Maritain plantea esta cuestión de manera eficaz al debatir sobre la jerarquía de los medios.
El maquiavelismo convenció a los políticos de la ilusión del éxito inmediato como forma de acceder al poder de cualquier manera. Kast, Milei, Bolsonaro y tantos otros siguen la estrategia del éxito a toda costa y por cualquier medio para detener a la izquierda. El problema es que ese éxito inmediato por medios moralmente malos no sólo acarrea victorias efímeras, sino dañinas para la República. Porque banaliza la política y trivializa la violencia. Ya lo hizo la izquierda, el peor pecado es que lo vuelva a hacer la derecha como lo hizo en dictadura.
La justificación moral parece ser la existencia -real- de una izquierda corrupta e intolerante. Pero hay que ser claro, no hay fines que justifiquen esos medios. Por eso Pinochet no tiene justificación. Por eso la homofobia no tiene justificación. Por eso la violencia política, verbal o física no tiene justificación. Y por eso defender la libertad no se hace gritando improperios o amenazas sobre quien piensa distinto, sino defendiendo el derecho a esas diferencias y mostrando la superioridad de las ideas propias.
Para que viva la libertad se debe necesariamente detener el abuso. De la izquierda. Pero también de la derecha, que no ha sabido poner líneas rojas a los que añoran verdades que se imponían por la fuerza y modelos de familia por la culpa. Una centroderecha democrática debería saber ser una alternativa a ese mundo, no su comparsa. Anna Ajmatova, poeta rusa, al ver estallar la Primera Guerra Mundial escribió uno de los versos más tristes de la historia: “Creíamos que éramos mendigos y que no teníamos nada, hasta que empezamos a perderlo todo”. Tenemos un gran país. No podemos forzarnos a perderlo por la intolerancia. Esa es la defensa de nuestra verdadera libertad. Esa es la tarea de los que quieren proteger la democracia.
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