Columna de Soledad Alvear: El juego difícil de Perú
La libertad y el orden público no deberían ser excluyentes, ni entenderse como problemáticos el ejercerlos de manera paralela. En ese contexto, lo que ocurre en Perú es de la mayor gravedad, porque los bandos en disputa parecieran no estar interesados en ninguno de los derechos que invocan para su acción. El gobierno no puede desentenderse de la muerte de 54 personas en actos de represión. Sin embargo, quienes protestan tampoco pueden desconocer que el expresidente Castillo intentó dar un golpe de estado y que su destitución fue absolutamente acorde a cualquier estándar democrático. Es decir, estamos ante un juego que es imposible de ganar, puesto que hay problemas de origen y acción en unos y otros.
El problema va más allá de la actual coyuntura trágica en la que se encuentra el país. Viene de casi tres décadas, en donde la democracia nunca terminó de consolidarse y se institucionalizó la corrupción. Todos los exmandatarios vivos enfrentan algún tipo de acusación de corrupción y/o abusos en el cargo, incluyendo violaciones a los derechos humanos o represión.
Los presidentes peruanos llegan al poder sin ningún mandato claro de una población altamente dividida en sus preferencias electorales. Son un sinfín de partidos políticos sin ninguna raigambre en la población, a la vez que tienen una limitada sobrevida, a lo más de un ciclo electoral. Lo anterior afecta, a su vez, la calidad del Poder Legislativo, donde no se desarrollan bancadas ni trabajo colectivo. Es decir, son mayoritariamente una serie de díscolos sin lealtad a quienes los eligieron. Además, está prohibida la reelección inmediata a la Cámara, lo que significa partir de cero cada legislatura.
La Constitución de 1994 generó un país a la medida de Fujimori y el Perú de entonces. Autoritario, directo y con poca intermediación al poder presidencial formal. El resultado, a la luz de lo que ocurre en estos días, es de un fracaso rotundo. La democracia se acaba cuando se pierde la rutinización de la tolerancia y la diversidad, en tanto la práctica diaria es aceptar y promover el disenso organizado para producir normas de consenso que efectivamente solucionen los problemas de los más débiles. Por lo tanto, los problemas severos que enfrenta el país en los últimos días y semanas son un mero síntoma y no causa del drama de la sociedad peruana. A todo lo expuesto, deben sumarse los problemas de centralismo, racismo contra pueblos originarios, falta de acceso a servicios básicos y otros dramas que sufren aquellos residentes fuera de los grandes centros urbanos, particularmente Lima.
La Presidenta Dina Boluarte es parte del problema si no tiene la capacidad de sentar a todos los actores en la mesa para una renegociación completa del sistema político. Además, la comunidad internacional debe entregar de su parte y colaborar con un esfuerzo para salvar la democracia peruana. Todos aquellos que han muerto, por la razón o bando que sean, deberían ser un gran incentivo para negociar y arribar a un consenso nacional básico. En estas horas y en una situación muy delicada, debe demostrar que es más que el expresidente Castillo, un golpista, que la nominó para ministra durante su gobierno. El drama de Perú está en la mira de todo un continente, que espera que los efectos sobre los demás países no sean un contagio masivo que ponga en riesgo la democracia.
Por Soledad Alvear, abogada
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