Columna de Soledad Alvear: Nadie sabe para quién trabaja

Lo interesante es que tal vez la administración Trump hace un favor sin querer a las relaciones transatlánticas.
Europa vive un período de crisis como ninguno otro en la historia desde la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945 nunca se había cuestionado que la relación internacional más importante era con los Estados Unidos, tanto desde la Organización del Atlántico Norte (OTAN), como así mismo la presencia fundamental de bases militares norteamericanas en toda Europa Occidental en el marco de la Guerra Fría. Esa cooperación marcó una relación privilegiada con países como el Reino Unido o Dinamarca, pero sobre todo con la nueva Alemania que surge desde el fin del nazismo. Siempre tuvieron a las Fuerzas Armadas norteamericanas como un espejo en el que organizarse.
El fin de la Guerra Fría profundizó las relaciones entre ambas orillas del Atlántico sobre la base de libre comercio, cooperación y la idea de que la democracia liberal se asentaría de manera permanente en todo Occidente. La OTAN como organismo se comenzó a extender al este, hasta llegar a la frontera misma de Rusia. Por entonces y hasta la década pasada se cuestionaba si Moscú era siquiera una potencia regional o menos si es que se les quitaba el arsenal nuclear. Los tratados de seguridad eran reemplazados por acuerdos de libre comercio. El Presidente Barack Obama, previo a asumir el poder, se daba un baño de multitudes en un Berlín que lo aclamaba como el líder de un nuevo mundo en paz.
Este espejismo también recae sobre la democracia. Se consideró que las libertades públicas y la poliarquía como mínimo institucional estaba asegurada. Es decir, la posibilidad de representar, ser representado y expresar la libre opinión estaba fuera de cuestión. Florecieron múltiples tratados de libre comercio. Sin embargo, el proyecto occidental se topó con Rusia, la que progresivamente trató de recomponer su poder de antaño. En este contexto Putin plantea una visión distinta a la liberal occidental, reclamando que se excedió la expansión de la OTAN dentro de su propia área de influencia. La Guerra de Ucrania se desencadena porque los rusos la consideran como propia. Europa no podía aceptar este escenario y contaba con Estados Unidos.
Todo se desmoronó con la llegada del Presidente Donald Trump a la Casa Blanca, porque su visión de mundo no contempla la defensa de Ucrania y considera que Europa se vendió al liberalismo al que considera woke. Además, su versión de populismo conocido como jacksoniano es antiglobalista e identitario. Así la Europa que jamás pensó en un divorcio comienza el lento proceso de volver a invertir en su defensa y generar una autonomía estratégica. Aunque había voces al interior del viejo continente que lo pedían desde algunos años, solamente ahora se entiende en su verdadera importancia.
De hecho, Ucrania es un desafío europeo y solamente ellos pueden dar la respuesta definitiva. Incluso el partido más pro Estados Unidos en Alemania, la Democracia Cristiana, sostiene que debe haber una Europa independiente. Friedrich Merz, quien se proyecta que sea el Canciller alemán tras las elecciones recientes, sostuvo que el proyecto debe construirse sin depender de Estados Unidos. Los propios británicos están de vuelta. Aunque el “Brexit” no es posible de revertir pronto, es un aliado con sus pares en el continente. Francia, que siempre fue más independiente, consolida lazos con Canadá (amenazada por Estados Unidos) y refuerza su capacidad nuclear para la generación de energía.
Lo interesante es que tal vez la administración Trump hace un favor sin querer a las relaciones transatlánticas. Su gobierno pasará y es muy probable que tenga una evaluación negativa de todos los socios de Estados Unidos. La diferencia es que Washington encontrará entonces a una Europa más igualitaria en sus capacidades de defensa y con un proyecto político sólido. Al final, nadie sabe para quién trabaja y Trump puede terminar consolidando todo lo opuesto a sus objetivos aislacionistas.
Por Soledad Alvear, abogada
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