Columna de Sylvia Eyzaguirre: Crimen y castigo
Según Hobbes, los seres humanos viviríamos en guerra permanente si no hubiera un poder visible que mantenga a raya a las personas por temor al castigo. Así, lo que da origen al Estado es el miedo y su fin último es la seguridad, condición necesaria para alcanzar una vida armónica. La principal razón por la cual los seres humanos estamos dispuestos a renunciar a grados importantes de libertad, sometiéndonos a las restricciones que determina el Estado, es la promesa de cuidado a nuestra propia vida.
En las democracias modernas, los ciudadanos hemos entregado el monopolio de la fuerza al Estado a cambio de seguridad. Este tiene el deber de protegernos y para ello está obligado a usar la fuerza de ser necesario. ¿Cuánta fuerza? La que se requiera para mantener el orden y proteger la vida de los ciudadanos. ¿Es incompatible el ejercicio de esa fuerza con el respeto de los derechos humanos como nos hacen creer el Partido Comunista y el Frente Amplio? En absoluto. Los protocolos y los reglamentos del uso de la fuerza establecen los procedimientos y modos de operar que permiten cumplir a las policías con su misión respetando los derechos fundamentales de las personas. Durante la tramitación de la Ley Naín-Retamal, la izquierda presentó serias aprensiones por eventuales abusos por parte de Carabineros, abusos que sin duda se deben evitar y castigar. Pero, ¿qué ocurre cuando el Estado no utiliza la fuerza necesaria para proteger a los ciudadanos, para mantener el orden? La respuesta es que fracasa en su principal misión, y con ello pone en riesgo no solo la vida de las personas, sino también la institucionalidad democrática.
Actualmente, y mucho antes también, existen lugares en Chile donde no está presente el Estado. Son lugares tomados por el narcotráfico o los terroristas que usan la causa mapuche para sus actos delictuales, localidades donde las personas viven bajo amenaza y en absoluta indefensión, abandonadas por la promesa de seguridad del Estado. En 2022, la tasa de homicidios en Chile aumentó en 32% respecto del año anterior. En el norte, la situación es dramática. La tasa de homicidios en la Región de Tarapacá fue 12,9 casos por cada 100 mil habitantes, una de las más altas del mundo. Según una investigación de Ciper, solo en Santiago existen 174 zonas ocupadas; sectores donde reina el narco y las policías simplemente no entran. El porte ilegal de armas ha aumentado de forma exponencial, así como la violencia de los crímenes. En el sur del país, la situación sigue siendo de extrema gravedad. El narcoterrorismo no ha cejado; todas las semanas somos testigos de atentados incendiarios y la población aledaña vive atemorizada. ¿Cómo es posible que existan lugares donde las fuerzas de orden no puedan ingresar, como en Temucuicui, La Legua o La Victoria? ¿Por qué los gobiernos han aceptado esta situación?
La muerte del cabo Daniel Palma no es distinta de la del también cabo Alex Salazar y de la sargento Rita Olivares; y, con seguridad para nuestro pesar, no será la última. Sin embargo, su muerte marca un antes y un después. En primer lugar, por el impacto que tuvo en la ciudadanía. La indignación y el dolor que ha generado la muerte de Daniel Palma no lo habíamos visto antes y refleja, en parte, el nivel de agotamiento de la población con la delincuencia, el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado. En segundo lugar, por el impacto que ha tenido en las instituciones políticas. Las declaraciones del fiscal nacional, la celeridad del Congreso para aprobar leyes en materia de seguridad y por fin la unánime condena a la violencia por parte de todos los partidos políticos, nos pone en un escenario favorable para luchar contra el crimen organizado y así recuperar la vida de barrio.
El dolor ha vuelto a unir a los chilenos y las vueltas del destino han determinado que sea el gobierno de Gabriel Boric el llamado a recuperar la seguridad, que es condición de posibilidad para la libertad y la felicidad.
Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP
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