Columna de Sylvia Eyzaguirre: El asombro

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Foto: Juan Farías


En la Metafísica, libro primero, Aristóteles reconoce el asombro como el origen y motor de la búsqueda por el conocimiento. Cuando nos maravillamos ante un fenómeno que nos parece mágico, como por ejemplo un arcoíris o un espejismo, ese asombro es el que nos lleva a buscar una respuesta ante tal maravilla. La necesidad también nos obliga a buscar soluciones y para ello debemos investigar. Pero esta indagación termina cuando la necesidad se ha satisfecho; la curiosidad en cambio no tiene límite, es radical. Sin asombro no hay curiosidad, y sin curiosidad no hay el impulso vital que nos lleva a conocer. De ahí la relevancia de despertar la curiosidad tempranamente en nuestros niños, sin ella la experiencia escolar se vuelve tediosa, un fastidio, un absoluto sin sentido. ¿Qué sentido tiene esforzarse tanto por aprender física, química o biología, si no es para responder las preguntas que nos acechan sobre el mundo que habitamos, sobre el universo? ¿Qué sentido tienen las largas horas de clases de historia, si no es para entender nuestro origen y devenir, y con ello nuestra situación actual? ¿Para qué son las horas de filosofía, donde nada útil se aprende, si no es para responder las preguntas más elementales sobre nuestra propia existencia?

Hace unos años atrás visité Singapur para conocer su formación de profesores. El docente es un formador de personas. El desarrollo de las habilidades “blandas” es la principal tarea, pues son las que permiten formar el carácter. La responsabilidad, el esfuerzo, la iniciativa propia, el respeto, la tolerancia a la frustración son habilidades que se cultivan a través del desarrollo de habilidades físicas y cognitivas, y la adquisición de conocimiento. En los primeros años, durante la educación parvularia y la primaria, estimular la curiosidad innata de los niños junto con la creatividad es una de las tareas fundamentales del educador. Y para ello las matemáticas, los acertijos, el lenguaje, los fenómenos naturales, el arte son un gran instrumento. Me explicaban que sin esta experiencia del asombro no sería posible el enorme esfuerzo que realizan en la secundaria para buscar las respuestas.

¡Qué importante papel tienen las educadoras y los docentes en la formación de nuestros hijos! Si tuvieron suerte, les habrá tocado alguna vez en sus vidas un profesor que logró despertar en ustedes la curiosidad. Yo tuve la suerte de conocer a Ernesto Rodríguez Serra, un maestro por excelencia. El don de Ernesto no era la respuesta, sino la pregunta. Su amor por la poesía, filosofía y música era contagioso, lograba que hasta una piedra se conmoviera con un poema de Hölderlin o un pensamiento de Heidegger. Su búsqueda era auténtica, era una búsqueda existencial, sin pretensiones intelectuales, en absoluto pedante, sí apasionada, incluso desbocada; como toda genuina búsqueda. Era esa pasión de Ernesto la que lograba transmitir la maravilla, el asombro, que él sentía que latía en el fenómeno que quería expresar. Esa experiencia eléctrica que él generaba es la clave de un buen profesor. Por lo general, las personas con algo de talento son capaces de describir el asombro o comunicar una experiencia de asombro, pero Ernesto era capaz de hacer vivir al otro la experiencia sublime del asombro; ese talento único de él. Qué manera de extrañar a Ernesto.

La principal crisis educativa de Chile no está en Atacama, sino al interior de nuestras salas de clases. Si queremos formar personas pensantes, autónomas, proactivas, libres, entonces necesitamos personas curiosas. ¿Cómo cultivar el asombro en nuestros niños y jóvenes de manera que la experiencia escolar tenga sentido para sus vidas? Esta debiera ser la pregunta que debiera guiar el trabajo de las comunidades educativas y las políticas públicas. Relevar el asombro como experiencia vital fundamental es mi deseo para este 2024.

Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP

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