Columna de Sylvia Eyzaguirre: Kant
El 22 de abril de 1724, hace exactamente 300 años, nació en Könisberg, un pueblito perteneciente al Reino de Prusia (actualmente en Kalinigrado, Rusia), uno de los filósofos más importantes de la humanidad, Immanuel Kant. Sin duda fue la figura por excelencia de la Ilustración alemana y un precursor del Idealismo e incluso uno podría decir de la Fenomenología. Su obra más importante es sin duda la Crítica de la Razón Pura; con ella da un giro copernicano a la forma de comprender la “realidad”.
Kant nos dice que la realidad material, es decir, la cosa en sí, aquella que es completamente independiente del observador, es incognoscible. A ella lo llama noumeno. Las cosas que aparecen ante nuestros ojos, por ejemplo este periódico o esta lapicera, es decir el objeto propio de la experiencia, no es la cosa en sí, sino que el noumeno está mediada por los sentidos, la sensibilidad. Aquello que nosotros conocemos por medio de nuestra sensibilidad son los fenómenos. Los fenómenos empíricos, aquellos que conocemos a través de la experiencia, serían entonces una co-creación, donde participa por una parte el noumeno y por otra parte nosotros con nuestra sensibilidad y entendimiento. Kant nos dice que el mundo que podemos conocer es el de los fenómenos, el mundo “en sí” nos está vedado; desterrándonos al mundo del Idealismo Trascendental.
Pero el aporte kantiano no se limita a la epistemología. Tal vez hoy con más fuerza que nunca su ética se vuelve especialmente relevante. En momentos de crisis y angustia, donde nada parece tener sentido, ni siquiera la vida misma, Kant nos ofrece uno. Pareciera ser que en las sociedades de consumo el sentido a la vida estaría dado por la capacidad de consumo. El deseo por algo y su eventual satisfacción dan un sentido, aun cuando efímero, a la vida contemporánea. La satisfacción de dicho deseo se culmina con la posesión, pero en ese mismo instante desaparece el sentido y aparece el vacío. Dicho vacío solo es posible de llenar con un nuevo deseo; así funciona la cultura del tener. El éxito, ya sea económico, profesional u otro, es también parte de esta cultura. Pero, ¿qué ocurre con quienes no tienen acceso al consumo; qué sentido queda para ellos? Y para quienes lo tienen todo, parece que tampoco hay sentido.
Kant propone como principio rector del comportamiento humano el imperativo categórico, cuyo fundamento no es la fe sino la razón. El imperativo categórico tiene diversas expresiones, pero la más usual es “obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. El cumplimiento de esta máxima depende de la voluntad individual y se puede constituir como un sentido que ilumina la existencia. Este camino es genuinamente democrático, pues es accesible para todo ser humano, independiente de su género, talento, condición social o económica. No hay jueces externos que puedan evaluarnos, ni nadie que pueda tomar decisiones por nosotros mismos, ¿de dónde obtendrían toda la información necesaria? La asimetría de información entre mi consciencia y el resto de la humanidad es infinita. Mis actos y el juicio sobre ellos es una responsabilidad inalienable de cada uno. Y esta condena a ser éticos es al mismo tiempo un salvavidas ante la inmensidad del vacío. Tampoco exige una trayectoria bondadosa, uno puede optar por este camino en cualquier momento de la vida. Es lo que descubre Levin, el protagonista de la novela Ana Karenina, al final de la obra, cuando dice “Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, independientemente de lo que pueda pasar, no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del bien, que yo soy dueño de infundir en ella”.
Hacer el bien, por definición, tiene sentido por sí mismo. Y si eso no nos basta, entonces todavía podemos recurrir al pragmatismo y confesarnos que nos sirve, que es útil para darle sentido a lo que no necesariamente lo tiene.
Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP