Columna de Sylvia Eyzaguirre: La gran mentira

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Conversando con mi sobrino de 20 años quedé atrapada en una idea, una sensación incómoda que no logro dilucidar del todo. Mi sobrino me decía con convicción que él no quería casarse ni tener hijos, porque eran una limitación a su libertad, una mochila que restringiría sus posibilidades. Él quería ser libre para tomar sus cosas y mandarse a cambiar, ligero de equipaje, en función de las posibilidades que el mundo le ofrezca. La lógica de su argumentación era impecable: hijos, familia, incluso trabajo formal y amigos, son una responsabilidad y esta, casi por definición, limita la libertad individual; quienes no tienen estas “mochilas” están en mejor posición para hacer lo que les plazca. Sin embargo, hay algo profundamente equivocado en esta idea.

Me da la sensación que esta postura se funda en un concepto de libertad completamente abstracto, que a la luz de la experiencia parece superficial, pueril. Se entiende la libertad como pura posibilidad, se la reduce o expande (según el punto de vista) a un conjunto de alternativas ahí disponibles para mi satisfacción; satisfacción efímera si se carece de un sentido que oriente nuestro devenir. La libertad sería absolutamente material, se la mediría únicamente por el número de alternativas disponibles, como si la voluntad y la suerte no jugaran un rol fundamental en dar forma a nuestras vidas. Me preocupa pensar en cómo reaccionarán estas personas cuando se den cuenta que la vida se juega en un corredor bastante estrecho. ¡Cuánta frustración puede generar esta idea!

Si uno googlea el concepto de libre llega a definiciones muy modestas. La primera, libre en oposición a esclavo. Es una definición política, material, a saber, que nuestro actuar está libre de coacción por un tercero. La segunda, libre en oposición a naturaleza. Las personas son libres en la medida que sus actos responden a su voluntad y razón, en oposición a condicionados por la naturaleza. De ahí que la libertad sea condición de posibilidad para la ética. Somos seres éticos en la medida que somos libres. No somos libres para definir a nuestro atojo nuestro proyecto de vida, ¡esa es una gran mentira!, pero sí somos libres para decidir entre el bien y el mal. Eso es lo que nos distingue esencialmente de los animales y precisamente ahí radica la dignidad humana. Si bien el ámbito de libertad, así entendida, es diminuto, no por ello deja de ser profundo, trascendental. Esta libertad habita en la dimensión de la consciencia, del alma. Ella es igualitaria, pues no se mide por el número de alternativas a disposición (que siempre son dispares), sino por las decisiones que tomamos, que en cualquier caso siempre puede ser solo una. La libertad no es mera posibilidad, sino acto, energeia (utilizando el concepto aristotélico). La libertad no se sostiene en una nube de posibilidades abstractas, etéreas, sino que se la experimenta cuando actuamos, cuando elegimos, cuando materializamos una posibilidad y descartamos las otras.

Pienso en todos los jóvenes que hoy creen que tienen su destino en sus manos, que apuestan su vida a la libertad sin propósito alguno, con expectativas irreales, no porque aspiren alto, sino porque no contemplan la facticidad. ¿Cómo decirles que la libertad no puede ser un fin en sí mismo, porque de ella estamos constituida, que la responsabilidad no está en oposición con la libertad, pues es inherente a ella? ¿Cómo transmitir que la facticidad no es un fastidio, sino el verdadero desafío? En las tragedias griegas, la vida aparece predestinada. Lo interesante, sin embargo, es que, a pesar del destino, los personajes gozan de libre albedrío. En la tragedia griega los personajes eligen su propio destino. De ahí la indulgencia de los dioses, pero también su condena. Hay una cierta belleza en ejecutar lo mejor posible el propio destino.

Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP

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