Columna de Sylvia Eyzaguirre: Sin palabras

Exalumna de Colegio Cumbres denunció abuso sexual en contra de Legionarios de Cristo
Exalumna de Colegio Cumbres denunció abuso sexual en contra de Legionarios de Cristo


Sin palabras me quedé después de leer la demanda a la congregación religiosa Legionarios de Cristo. Si bien el acceso a la demanda fue producto de una filtración, resulta imposible guardar silencio. Más de alguno pensará que esta nueva demanda no agrega nada nuevo, mal que mal son por todos conocidos las violaciones y los abusos sexuales a menores de edad cometidos por sacerdotes y monjas en el mundo entero. De hecho, la propia congregación Legionarios de Cristo reconoció las acusaciones de abuso sexual de al menos 60 menores por parte de su fundador, Marcel Maciel. Chile no ha sido la excepción. Decenas, tal vez cientos de casos, han salido a la luz en los últimos años sobre los abusos sexuales a menores por parte de curas y monjas. Y, lo que es más grave aún, la sistemática complicidad de la Iglesia Católica, protegiendo a los acusados, permitiendo que siguieran en contacto con niños y continuaran abusando, dejando en el desamparo a los niños y sus familias. Sin embargo, este caso tiene connotaciones que lo hacen distinto. La crueldad de los hechos relatados quita el aliento. Duele el alma ver el nivel de crueldad al que puede llegar el ser humano y aún más cuando esa crueldad ocurre en una institución que dice encarnar la palabra de Cristo.

Uno de los principios del derecho es la presunción de inocencia. No podemos condenar a quienes son acusados sin antes probar que dichos hechos sucedieron. Pero sí podemos juzgar la forma en que una institución responde ante las acusaciones recibidas. Y es aquí donde nuevamente la Iglesia nos defrauda. Ante tan graves acusaciones es responsabilidad de la institución hacer todo lo que esté en sus medios por investigar los hechos a fondo y proteger a los niños y a la comunidad de eventuales nuevos abusos mientras se lleva a cabo la investigación. Y esto es precisamente lo que no sucedió en el caso de la demandante, según los antecedentes presentados. Por una parte, la Congregación para la Doctrina de la Fe de la Santa Sede realizó un proceso poco transparente, cruel, que revictimizó a la víctima, y decidió archivar la causa por no contar con antecedentes suficientes para iniciar un juicio canónico, a pesar del resultado de la investigación del padre Walker, que concluía que los hechos denunciados eran verosímiles. Por otra parte, la directora general del Regnum Christi en Roma dio también por cerrado el caso después de conocer el resultado del proceso de la Santa Sede, a pesar de que la investigación encargada por este movimiento al padre Walker concluyera que las denuncias eran verosímiles y de haber reconocido la existencia de un sistema que a menudo no respetaba la dignidad de cada persona, que había elementos verosímiles en la denuncia y de ofrecer una serie de medidas tendientes a apoyar el proceso de denuncia, tanto en sede canónica como penal, con el fin de intentar reparar el daño causado.

¿Qué tipo de Iglesia, de congregación, de comunidad toleran el abuso sexual y la tortura de menores? Ante una acusación tan grave como la que aquí está en jugo, ¿no es de esperar por parte de la comunidad el mayor rigor posible en la investigación y el máximo cuidado en el trato con el demandante con el fin de aclarar los hechos y proteger así a la misma comunidad? ¿Debieran ser sostenedores de colegio las congregaciones que han ocultado los abusos sexuales a estudiantes cometidos en sus establecimientos? ¿Por qué ha sido tan difícil lograr justicia en los delitos cometidos por sacerdotes y consagradas? La principal función de la justicia no es castigar a los criminales o proteger a la sociedad de los sociópatas, su principal función es la reparación del orden perdido. La justicia es sanadora, no solo para con la víctima, sino para la sociedad en su conjunto. Ella debiera reflejar la sociedad que queremos ser, el cuidado que nos debemos unos a otros. La impunidad no solo deja en el desamparo a los miembros de la sociedad, sino que también nos hace de alguna manera cómplices.

Por Sylvia Eyzaguirre, filósofa

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