Columna de Vera Baboun: Paz para el pueblo palestino

Turistas y fieles visitan la Iglesia de la Natividad, considerada tradicionalmente como el lugar de nacimiento de Jesucristo, en la ciudad de Belén, en Cisjordania, el 23 de diciembre de 2022. Foto: Archivo


Por Vera Baboun, embajadora del Estado de Palestina en Chile

Diciembre es un tiempo de profunda reflexión, celebración y renovación, marcando la temporada navideña. Como Embajadora de Palestina en Chile y exalcaldesa de Belén, la venerada ciudad de la Natividad, siento la necesidad de compartir el profundo significado de esta temporada: este no es sólo un momento de celebración, sino un llamado a honrar los valores duraderos de paz, esperanza y buena voluntad, especialmente mientras mi nación palestina sufre.

Para muchos, la paz sigue siendo un privilegio que no se cuestiona. Para los palestinos, la paz es una aspiración profunda, una bendición preciada aún por alcanzar. Como la última nación que vive bajo ocupación, Palestina ha soportado décadas de sufrimiento e injusticia. En los últimos 76 años, mi nación ha sido afligida por dos catástrofes devastadoras: la Nakba en 1948 y la tragedia genocida en Gaza, que por sí sola es una crisis política y humanitaria que ha persistido por más de 440 días.

El 8 de junio de 2014, justo un mes después de la histórica visita del Papa Francisco a Belén; por invitación de Su Santidad el Papa, el entonces Presidente de Israel, Shimon Peres; el Presidente de Palestina, Mahmoud Abbas y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, se reunieron en los Jardines del Vaticano para plantar un olivo como un poderoso símbolo de paz.

La ceremonia se enriqueció con una oración e invocación sincera por la paz, liderada por líderes religiosos judíos, cristianos y musulmanes, subrayando el anhelo universal de diálogo y reconciliación. Como alcaldesa de la ciudad de Belén en ese momento, formé parte de la delegación palestina que asistió a esta histórica invocación.

Reflexionando sobre ese evento trascendental, en contraste con las atrocidades actuales que enfrentan los palestinos, recuerdo las palabras del Evangelio según Lucas 2:14: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”. Estas palabras tienen una resonancia profunda y universal, pero están en marcado contraste con las duras realidades que vivimos como palestinos y otras comunidades en Medio Oriente.

¿Cómo reconciliamos esta promesa divina de paz con el sufrimiento y la injusticia persistentes que soportan los palestinos? Nuestros corazones están cargados de dolor, nuestras mentes luchan con la enormidad de los desafíos que enfrentamos y nuestros cuerpos soportan el implacable peso de este prolongado conflicto.

Durante aquella ceremonia, el Papa Francisco ofreció un recordatorio conmovedor de que nuestro mundo no es solo “una herencia legada por generaciones pasadas”, sino también “un préstamo de nuestros hijos”. Destacó a los niños “cansados y desgastados por los conflictos, anhelando el amanecer de la paz” e instó a los líderes a “derribar los muros de la enemistad y emprender el camino del diálogo y la paz, para que el amor y la amistad prevalezcan”. Concluyó enfatizando que la construcción de la paz, “mucho más que la guerra”, requiere un coraje extraordinario. Esta paz, concluyó el Papa Francisco, “exige fuerza, buena voluntad y valentía”.

Sin embargo, mientras aquel olivo crece cada día más, la paz se va haciendo más pequeña. El coraje por sí solo no basta para lograr una paz justa y duradera en nuestra región. El reconocimiento es igualmente esencial.

Los palestinos somos una nación que vive bajo ocupación, con Israel como fuerza ocupante. La persistente negación de la existencia y los derechos palestinos no solo perpetúa el conflicto, sino que también obstruye el progreso significativo hacia la paz.

Los palestinos somos 6,3 millones en Cisjordania, Franja de Gaza y Jerusalén Este, además de otros 6 millones que viven en la diáspora o como refugiados. No somos una población transitoria; somos un pueblo con una historia profunda y perdurable, una cultura vibrante y un derecho inquebrantable a la autodeterminación. Nuestra existencia no puede ser borrada, ni nuestras aspiraciones ignoradas. La paz verdadera y duradera solo se puede lograr a través de la justicia y el reconocimiento de la dignidad y humanidad de todas las personas, incluida la nación palestina.

Al abrazar la temporada sagrada de la Navidad, nuestros pensamientos se dirigen a Belén, una ciudad que no solo fue testigo del nacimiento del Príncipe de la Paz, sino que también se erige como un símbolo eterno de misericordia, buena voluntad y nuestra humanidad compartida. El mensaje perdurable de Belén nos llama a defender la justicia y a mantener la dignidad de cada individuo, imaginando un futuro donde la paz no sea un privilegio reservado para algunos, sino una realidad compartida por todos, incluida la nación palestina.

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