Columna de Yanira Zúñiga: Constitución y tratados
“Si nosotros decimos que hay tratados internacionales que están por sobre la Constitución, cómo podemos defender que la Constitución es la norma suprema. Ese problema hay que solucionarlo”. Con esas palabras, el consejero republicano Luis Silva adelantaba una enmienda al anteproyecto constitucional destinada a subordinar los tratados de derechos humanos a la Constitución. La cuestión parece de toda lógica: si la Constitución es la norma suprema, entonces, el resto de las normas debieran estar por debajo de ella. Sin embargo, los axiomas jurídicos son hipersimplificaciones de realidades normativas complejas y dinámicas.
Una abundante literatura jurídico-política destaca que la relación entre soberanía, democracia y derechos humanos es eminentemente tensa. Desde los albores del constitucionalismo, los derechos fueron concebidos, a la vez, como expresión y restricción de la voluntad soberana. Así, tanto la democracia (el gobierno de la mayoría) como el liberalismo (el conjunto de libertades inalienables) han tenido su domicilio en las constituciones. Con todo, sus orientaciones son distintas y a menudo contradictorias. La primera promueve la disputa por el poder, su acumulación y su expansión mientras que el segundo busca limitarlo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la intangibilidad y la universalidad de los derechos se volvieron una prioridad global. La humanidad constató con horror que la excesiva confianza en la autolimitación estatal podía pagarse muy caro. A partir de ahí el derecho internacional se volcó a la protección individual y muchas constituciones recogieron reglas internacionales para ser aplicadas en el orden interno. La Constitución alemana, por ejemplo, reconoce la preeminencia de las “reglas generales del derecho internacional” sobre las leyes federales considerándolas fuente de derechos individuales (art. 25). Nuestro inciso 2°del art. 5 (introducido en 1989), establece que el ejercicio de la soberanía reconoce como límite los derechos consagrados tanto en la Constitución como en los tratados internacionales ratificados por Chile. Dicha cláusula ha sido interpretada, en general, como confiriendo una jerarquía constitucional a dichos tratados. Por tanto, la enmienda anunciada por el Partido Republicano constituye un retroceso preocupante.
La exaltación de la soberanía no solo erosiona los derechos, trivializa también el valor de la democracia. No es casual que el ataque virulento a la protección internacional de derechos provenga habitualmente de gobiernos autoritarios. Conviene no perder la brújula para no extraviarse. El horizonte del constitucionalismo no es escribir un texto (aun cuando dicho texto sea aprobado democráticamente), tampoco es reflejar un narcisismo localista, ni mucho menos sacralizar pulsiones autoritarias. Su horizonte es otro: estabilizar una cultura de deliberación y de gestión de nuestras diferencias que garantice -en los hechos y no solo en el discurso- los derechos humanos.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile