Columna de Yanira Zúñiga: Desmantelar la cultura de la violación
En la década de los 70, el feminismo estadounidense acuñó la expresión “cultura de la violación”. Esta designa un conjunto de creencias, habitualmente estereotipadas sobre la violación, las cuales impregnan nuestras mentes, deforman la violencia sexual y facilitan su perpetuación.
En efecto, los violadores no son necesariamente personas desconocidas, marginales o enfermas, que premunidos de armas actúan en las sombras; sino personas comunes y corrientes, “gente como uno”, que se sirven de posiciones de poder, autoridad o ventaja para tener relaciones sexuales no consentidas. Muchos de ellos son personas exitosas (v.gr. deportistas, cantantes, actores y políticos), carismáticas o seductoras. Las víctimas de violencia sexual, por su parte, no son necesariamente personas desvalidas o especialmente vulnerables, cuya conducta, vestimenta o apariencia las ha expuesto a agresiones; sino mujeres de todos los perfiles etarios, psicológicos y socioeconómicos; incluso, feministas.
Desmantelar la cultura de la violación supone, entonces, aceptar que estamos impregnados de ideas erróneas sobre la violencia sexual, estar genuinamente dispuestos a revisarlas; y actuar en consecuencia. Sin embargo, hay que tener presente que lo anterior no siempre es sencillo. Nos obliga a resistir la tentación de ignorar la realidad o reemplazarla por versiones alternativas, más fáciles de procesar o de gestionar. En esas versiones tendemos a exonerar a los agresores de culpa, transfiriéndosela a las víctimas, sobre todo si tenemos vínculos emotivos o profesamos admiración por los perpetradores. Desmantelar la cultura de la violación no consiste en comportarse como un autómata, sino en ser capaz de actuar conforme a principios robustos, aun cuando cueste o duela.
Tampoco consiste en lanzar condenas “al voleo”, ni escandalizarse selectivamente. La indignación impostada que se conduele con las víctimas mientras culpa a otras mujeres por las conductas de los agresores -tal y como ha ocurrido respecto de las ministras Tohá y Orellana, tras el caso Monsalve- disfraza un sexismo ambivalente. Hacer cambiar la vergüenza de lugar no puede consistir en sentar a políticas y feministas en el banquillo de los acusados, ignorando sus trayectorias y acciones, ni en instrumentalizar a las víctimas usándolas como municiones.
“Hay personas que quieren convertir el caso de un perpetrador, de un depredador, en un caso contra el feminismo y contra las feministas” decía, recientemente, Rita Maestre, refiriéndose a las denuncias por violencia sexual formuladas contra Iñigo Errejón, el otrora rutilante portavoz de Sumar (partido español que gobierna en coalición con el PSOE). Errejón había sido también su pareja. La realidad es otra, reflexionaba. “La realidad es que el feminismo ha cambiado tanto el funcionamiento de la política y de las instituciones que horas después de una denuncia con visos de verosimilitud, un político de la primera línea nacional ha caído”.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile