Columna de Yanira Zúñiga: Educación gratuita, de calidad y sostenible

Estudiantes Universitarios
Foto: Andrés Pérez


Una consigna sobresalía en las movilizaciones que poblaron las calles, entre 2011 y 2013: “educación gratuita y de calidad”. Ella catalizó la adopción de la gratuidad, en 2016. Una década antes, en 2006, la Ley de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior instaló la evaluación de carreras e instituciones y creó la Comisión Nacional de Acreditación. Con la LEGE, de 2010, y la Ley de Educación Superior, de 2018, entraron en escena el Consejo Nacional de Educación y la Superintendencia de Educación Superior.

Es claro, entonces, que la gratuidad y la calidad han sido dos ejes normativos de la reforma de la educación universitaria. Pero eso no significa que la interacción de ambas sea siempre virtuosa o que las políticas públicas contribuyan adecuadamente a la buena salud de las universidades. La gratuidad y la acreditación impone desafíos y dilemas a las universidades. Por una parte, les presiona para cerrar las brechas de capital cultural del estudiantado y, por la otra, para satisfacer las exigencias incrementales del mundo profesional.

Hasta que los déficits financieros de ciertas universidades -algunas acreditadas en niveles de excelencia- salieron a la luz pública, su sostenibilidad económica se daba casi por sentada por los tomadores de decisiones públicas. Sin embargo, los problemas financieros de las universidades no solo obedecen a gestiones ineficientes y puntuales de sus recursos. Se derivan también de las políticas públicas que rigen su financiamiento y su control de calidad. Así lo destaca el recurso de protección interpuesto por el rector de la UDP, Carlos Peña, en contra del Consejo Nacional de Educación. Solo aquellas que cuentan con un mínimo de 3 años de acreditación pueden adscribirse a ese régimen; y el arancel de referencia (que determina cuántos fondos públicos recibe una institución por cada estudiante beneficiario de gratuidad) se incrementa porcentualmente, en función de los años de acreditación (3% en caso de 3 o 4 años, 6%, por 5 o 6 años, y, 12% para 7 años de acreditación). Y, no parece, sin embargo, que todos los criterios utilizados para acreditarlas sean claros, ni tampoco idóneos para mejorar sus desempeños en sus funciones primordiales. A lo anterior se suma que la acreditación ha estimulado la burocratización de estas instituciones y creado incentivos para aumentar sus estructuras de costos.

Como pretendía el movimiento estudiantil, gracias a la gratuidad, la matrícula universitaria se ha diversificado y democratizado como nunca antes; las cargas económicas que pesan sobre estudiantes y sus familias se han aligerado considerablemente, posibilitando que muchas personas talentosas y esforzadas accedan a la universidad. Es natural, entonces, que sus beneficiarios valoren muy positivamente esta política. Pero es dudoso, en cambio, que ella y la acreditación hayan tenido los mismos rendimientos positivos respecto de la sostenibilidad económica de las universidades.

Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile

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