Columna de Yanira Zúñiga: El vaso medio lleno o medio vacío
Según cómo se mire, el reciente rechazo del Senado a quien fuera nominado por el gobierno para ocupar el cargo de fiscal nacional tras encabezar la quina formada por la Corte Suprema al efecto, puede verse como un vaso medio lleno o medio vacío. Hay quienes lo han calificado como un desafortunado incidente destacando que la nominación no alcanzó, por poco y por problemas formales, el quórum requerido. Otros han destacado la descoordinación política del gobierno, mientras que hay quienes -incluido al propio candidato- han aludido a un proceso contaminado por una “guerra sucia”, lobby y clientelismo. Más allá de las etiquetas usadas, moderadas o destempladas, este episodio ha puesto en la mira un desafío que, sin ser nuevo, pareciera estar observándose bajo una nueva luz: ¿cómo compatibilizar la designación del fiscal nacional con la autonomía de dicho órgano y con su obligación de rendir cuentas?
Según Mauricio Duce, la participación de la Corte Suprema en la designación y en la remoción del fiscal nacional fue concebida como un dispositivo atemperador de un mecanismo de nombramiento basado en la intervención de dos órganos eminentemente políticos (el Senado y el Ejecutivo); y, por extensión, como garantía del principio constitucional de autonomía del Ministerio Público (art. 83). Sin embargo, la autonomía del Ministerio Público a menudo ha sido usada para sustraer a este órgano (y, en particular, a quienes lo encabezan) del control ciudadano, la crítica política y la responsabilidad por el adecuado ejercicio de sus funciones. Es obvio, entonces, que en el diseño del mecanismo de nombramiento del fiscal nacional y en las prácticas que lo rodean se juegan buena parte de las condiciones de plausibilidad de los principios normativos que rigen su actividad.
Las directrices internacionales establecen que los fiscales deben ser seleccionados sobre la base de criterios objetivos, ser personas probas e idóneas, con formación y calificaciones adecuadas; y sus nombramientos deben basarse en procedimientos justos e imparciales dotados de salvaguardias contra designaciones basadas en predilecciones, prejuicios, clientelismo o corrupción. En el caso chileno, carecemos de suficientes criterios objetivos y transparentes para verificar la idoneidad de las y los candidatos, adicionales a la mera longevidad de estos y de sus títulos profesionales. Además, el desarrollo de procedimientos aptos para eliminar prácticas de clientelismo o sesgos es escaso. Por eso, creo que la discusión pública tras ese episodio está desenfocada. En lugar de preocuparnos por aceitar mecanismos políticos que aseguren el triunfo de una determinada candidatura casi con independencia de su aptitud y de las motivaciones de quienes los apoyan, o asumir que el escrutinio sobre su desempeño o probidad es necesariamente indiciario de contaminación o politización, valdría la pena concentramos en buscar fórmulas que mejoren nuestra institucionalidad a este respecto.
Por Yanira Zúñiga, profesora del Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile