Columna de Yanira Zúñiga: Imparcialidad jurídica
La decisión de la Corte Suprema que acogió un recurso de nulidad interpuesto por la defensa de Martín Pradenas y ordenó un nuevo juicio acaparó los titulares de fin de año. Sin duda, se trataba de una noticia de interés público. No solo debido a la atención mediática del caso sino también por su impacto reciente en el debate legislativo. Solo unos días antes se promulgaba una ley que tipifica los delitos de inducción al suicidio y el suicidio femicida. Como es sabido, dicha decisión se basó en la falta de imparcialidad de uno de los jueces que intervino en el juicio derivada de sus interacciones en redes sociales.
Si bien nadie discute la importancia de la imparcialidad judicial, no es obvio cuándo se produce una afectación de esta. Desde que el realismo jurídico cuestionara el paradigma de neutralidad del Derecho, cómo y dónde fijar el estándar de la imparcialidad se volvió una pregunta con respuesta inestable. Por un lado, los jueces no pueden poner completamente entre paréntesis sus creencias y valores al juzgar hechos; por otro, el propio sistema jurídico les impone adoptar ciertos valores sustantivos; y, además, más allá de su investidura, gozan de derechos que no pueden limitarse injustificada o excesivamente. Pareciera, entonces, que el principio de imparcialidad no puede concebirse como un molde labrado en piedra. Si otrora el ideal de juez imparcial era un sujeto señorial, alejado del mundo; hoy, ese arquetipo está en cuestión.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho que un tribunal es imparcial al aproximarse a los hechos de la causa careciendo, de manera subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole objetiva que inspiren la confianza a las partes en el caso, así como a los ciudadanos. Su homóloga europea ha resumido esa doctrina en el refrán inglés: “justicia must not only be done, it must also be seen to be done” (no solo debe hacerse justicia, sino también parecer que se hace). Pero, también ha dicho que no solo hay que considerar el comportamiento personal de un juez (dimensión subjetiva), sino también si el tribunal ofrecía objetivamente las garantías suficientes para excluir razonablemente una desconfianza.
La disidencia del fallo de la Corte Suprema, a cargo de Leonor Etcheberry, apunta precisamente a esta cuestión. Se pregunta qué tanto la conducta privada del juez reprochado pudo haber afectado la resolución de un tribunal colegiado (compuesto por tres jueces), que se hizo cargo de todas las teorías del caso y condenó a Pradenas por unanimidad. Esa disidencia pone de relieve que, al menos a este respecto, la fundamentación de la decisión es frágil. Creo que es útil reflexionar sobre este asunto no solo para elaborar una doctrina más robusta sobre el estándar de imparcialidad judicial, sino porque una adecuada motivación judicial por parte de nuestro tribunal de casación es también una pieza clave para garantizar la confianza en la justicia.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile