Columna de Yanira Zúñiga: La política de la identidad
Una columna publicada recientemente sostiene que la política identitaria corrompió el proceso constituyente. Como se ha vuelto también habitual después del plebiscito constitucional, en dicha columna se ofrece una lectura totalizante del rechazo de la ciudadanía a la propuesta de la Convención Constitucional. Un solo factor -en este caso una política que aglutinaría manifestaciones que irían desde la propuesta de cláusulas indígenas y de género, pasando por el uso de una iconografía alternativa a los símbolos nacionales, una tendencia al victimismo y a la clausura de la deliberación pública en ciertos temas- tendría un rol protagónico en la explicación del resultado de las urnas.
Por supuesto, no hay ninguna tradición de pensamiento y acción que sea inmune a la crítica. Esto vale tanto para el racionalismo o el liberalismo como para el cúmulo de corrientes inscritas en el amplio paraguas del posmodernismo, dentro de las cuales se suele localizar -muchas veces con escaso espíritu de delimitación analítica- a las agendas que promueven intereses considerados particulares (de género, antirracistas, indigenistas, ecologistas, entre otros). La variedad de críticas que viene suscitando la política de la identidad no descansa siempre en una idea estable de identidad ni en una justificación clara que explique la (sobre)valoración de un tipo de contenidos y formas de discusión política y la aversión correlativa que aquellas que quedan subsumidas bajo esta etiqueta despiertan. Muchas preguntas quedan, entonces, en el aire: ¿por qué la defensa de membresías asociativas es considerada eminentemente virtuosa y la reivindicación de membresías adscriptivas no lo es?; ¿qué diferencias categoriales habrían entre un partido/movimiento obrero y un partido/movimiento medioambientalista?, ¿qué hace que la cultura masculina dominante, sus agendas y prácticas políticas sean consideradas “universales”, mientras que la defensa de lo femenino, sus intereses y prácticas -por ejemplo el cuidado o la interdependencia- sean, en cambio, tratados como un debate identitario, atingente exclusivamente a un grupo específico?; ¿por qué enarbolar banderas indígenas es visto como una práctica identitaria y hacer lo propio con un pabellón nacional no lo es?, ¿es solo un problema de escala o lo decisivo son los significados que subyacen a esas prácticas?
Trazar una frontera entre políticas universales y de identidad no es fácil porque las personas no somos seres desarraigados de todo sentido de pertenencia grupal, ni estamos cohesionadas solo por las ideas que contingentemente compartimos con otros. Somos una mezcla entre lo personal, lo asociativo y lo adscriptivo. El sentido de pertenencia forjado por la experiencia compartida de la discriminación o de otras formas de opresión no puede ponerse simplemente entre paréntesis o relegarse a lo privado. Por eso, postular la evicción de toda dimensión identitaria de la política no parece realista ni deseable.