Columna de Yanira Zúñiga: La sociedad de la desconfianza

Manifestaciones Boric


Los dos grandes puntales de la democracia son la legitimidad (vinculada a los mecanismos representativos, participativos o directos) y la confianza. Esta se nutre de aquella, pero no es un simple derivado. Los variados orígenes de la desconfianza -su contracara- lo ilustran. La desconfianza puede fundarse en juiciosas preocupaciones sobre el funcionamiento del poder (como la creación de controles para evitar sus excesos), reposar en tensiones sociales (como las resistencias de las élites a perder poder), provenir de factores socioculturales (como la desafección cívica) o expresar posiciones ideológicas (como el anarquismo). Unos tipos de desconfianza son más funcionales a la democracia que otros, pero -como resalta Rosanvallon- sin confianza (que no es lo mismo que ingenuidad), las democracias se degradan. La confianza actúa como vector de la deliberación democrática, como un economizador institucional que ahorra un conjunto de mecanismos de verificación y prueba que, de tener que aplicarse constantemente, paralizarían o asfixiarían la acción y el debate públicos.

El último trienio nos ha ofrecido un retrato dinámico de cómo la desconfianza llevada al paroxismo, transformada en obsesión, utilizada como arma arrojadiza o estrategia de obstrucción, puede socavar la convivencia democrática. Cuando todo acto del poder público, inclusive el más trivial (por ejemplo, la elección de vestimenta) se somete a idéntico escrutinio; cuando se exige a las autoridades dar prueba de omnisciencia o infalibilidad en todos los temas o desempeños; cuando se reclaman estándares excelsos de virtud o de neutralidad (incompatibles -dicho sea de paso- con mandatos representativos basados en las ideas y en la negociación política); cuando se juzga cualquier acción o decisión a la luz de teorías excéntricas o delirantes (como ocurrió con el anuncio de propaganda privada en casas); cuando se hallan indicios de corrupción o ineptitud en cada error o deficiencia con independencia de sus causas o repercusiones; o se toma, sin más, nuestros valores, visiones o voces particulares como lógicas universales que deben ser atendidas, priorizadas y difundidas -denunciando como injusticia, autoritarismo o “cancelación” cada vez que eso no ocurre-; entonces, la crítica no es racional, no sirve de insumo a la deliberación reflexiva, ni oficia como guardiana ante el desvío de poder; se transforma en desconfianza crónica que carcome de manera invisible pero progresiva.

No hay una única respuesta a este problema. Pero sin la toma de conciencia de cada actor involucrado es difícil avanzar en su solución. Aunque es más sencillo ser críticos que constructivos, fustigadores que caritativos al juzgar ideas u obras de otros, vetar que colaborar, rechazar el cambio que asumir cierta incertidumbre; la experiencia inescapable de la vida colectiva nos ha puesto a todos en una embarcación que requiere de nuestros esfuerzos conjuntos y honestos para llegar a buen puerto.