Columna de Yanira Zúñiga: Libros cancelados
Los últimos días han sido pródigos en polémicas sobre la cultura de la cancelación suscitadas por sendos anuncios de la editorial británica Puffin Books. Las futuras reediciones de las obras de Roald Dahl -autor de Matilda y de Charlie y la fábrica de chocolate, entre otros textos- y de las aventuras de James Bond, que adaptarían su lenguaje original para purgarlas de giros y expresiones consideradas ofensivas o racistas. En el caso de los libros infantiles de Dahl, algunas referencias a la apariencia física de sus personajes (entre otras, “gordo”, “fea”, “calva”) serían eliminadas, sustituidas o matizadas. Aunque la editorial ya ha dicho que dará parcialmente marcha atrás, la polémica sigue abierta. Diversas personas, entre ellas reconocidas figuras intelectuales, han denunciado que la censura de lo políticamente correcto llegó para quedarse.
En contra de lo que suele creerse, la cultura de la cancelación (una etiqueta que a menudo se usa de forma demasiado elástica), no se asocia necesariamente a posturas progresivas ni a movimientos identitarios. Si lo que define la cancelación es el proyecto político de “borrar” ciertos discursos o personas del panorama público, entonces, la cancelación no tiene un único domicilio político. En EE.UU., por ejemplo, organizaciones conservadoras han emprendido una exitosa cruzada para impulsar leyes que permiten eliminar de aulas y de bibliotecas públicas “contenidos sensibles”. Estas organizaciones han apuntado, especialmente, a contenidos relativos a la sexualidad LGBTI y a la temática racial.
Ambas formas de cancelación asumen, como premisa, el valor performativo del lenguaje, es decir, su poder configurador de realidades. Pero sus agendas políticas son distintas. El objetivo de los grupos que promueven la supresión de expresiones consideradas estigmatizantes (habitualmente, aludidos mediante el término “woke”) es evitar que, a través de ellas, se perpetúe la discriminación. El objetivo de las organizaciones conservadoras parentales es evitar que ciertos discursos, producidos fuera de sus hogares, interfieran con su potestad de enseñar a sus hijos. Hay quienes creen que la diferencia de motivaciones justifica un tratamiento diverso, a nivel moral y jurídico. Aunque no creo que esas razones deban ponerse completamente entre paréntesis, me parece que los efectos de ambas agendas políticas son nocivos.
Aceptar convivir con expresiones inadecuadas, ofensivas o contrarias a nuestra visión del mundo es aceptar una regla fundamental de la democracia. Puede que algunas de ellas tengan potencial opresor, pero intentar borrarlas del mapa no parece ser una solución plausible ni deseable. Recientemente, la actriz Cate Blanchett, interrogada por el fenómeno de la cancelación en el ámbito artístico, decía algo que me interpreta: “Si no lees libros antiguos que son un poco ofensivos por lo que dicen en un contexto histórico, entonces, nunca lidiarás con las mentes de la época y estaremos destinados a repetir esas cosas”.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile