Columna de Yanira Zúñiga: Ulises y las sirenas
“La sensatez del pueblo se impuso”, “Chile rechazó dos malos textos”, “Las posiciones extremas, las posturas refundacionales, la falta de consenso fueron derrotadas”. Todas esas lecturas, amén de distribuir salomónicamente derrotas y triunfos, interpretan los tres últimos plebiscitos constituyentes de forma lineal, encajando sus resultados en el molde de la teoría de la elección racional. Sin embargo, las personas no somos máquinas calculadoras infalibles en búsqueda consciente y permanente de beneficios personales o colectivos. Ni la eficacia instrumental de la acción política puede darse por sentada.
Como ha mostrado el teórico noruego, Jon Elster, los agentes que intervienen en los procesos constituyentes no tienen una capacidad infinita para elegir los medios para arribar siempre, de la manera más directa, a la meta prefijada: adoptar una constitución, reflejo de las expectativas y necesidades sociales del momento. Tampoco cuentan con una voluntad a toda prueba para perseguir tal objetivo. En estos y otros tantos casos, las preferencias y decisiones de los agentes políticos -electores y representantes- se mueven bajo otras coordenadas. Son empujadas por versiones del interés general o del sentido común que suelen coincidir con intereses partisanos, resultan infiltradas por emociones, positivas o negativas (búsqueda de la justicia, esperanza, indignación, desconfianza, frustración, etc.) y tienen más facilidad para identificar las expectativas propias que las ajenas. Si un texto constitucional en vigor implica que, como Ulises, el pueblo se ha atado a sí mismo y racionalizado sus pasiones, durante una discusión constituyente esas pasiones se desatan y se enfrentan. El éxito de esta empresa, aunque parezca una meta modesta, puede consistir en contenerlas.
Para justificar el valor de la decisión popular, cualquiera sea esta, no es preciso glorificarla ni asumir una teoría de la racionalidad ideal o fantasiosa, pero para preservar la democracia se requiere mirarla de frente, con sus fortalezas y debilidades. Dado que la democracia descansa, como dice Elster, en una racionalidad limitada, las virtudes cívicas (tolerancia, respeto, lealtad, probidad, etc.) se vuelven capitales para sostenerla. Ella no puede canalizar los planes de vida individuales si no es capaz de fomentar un lenguaje y una práctica común. Más que una “casa de todos” es una “cosa de todos”, cuyo fortalecimiento depende de esfuerzos conjuntos. Quienes hacen de su profesión la gestión de asuntos públicos están especialmente llamados a cultivar estas virtudes. Cuando sus acciones son gobernadas por la teatralización, el discurso vociferante, la fabricación de polémicas, la ciudadanía comienza a identificar la política con el escándalo, la frivolidad y el sensacionalismo. En Chile hay síntomas de ello. Ahí sí la democracia se rinde ante al canto de las sirenas del populismo y no queda más que desear haber sido consciente de nuestra irracionalidad como Ulises.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile