Contra los viejos
En marzo de 2017 Roberto Pereira (77 años) le disparó a su mujer, María Godoy (80), y luego se suicidó. En una carta Pereira explicaba que no tenía fuerzas para seguir cuidando a quien fuera su pareja por 40 años, que se encontraba postrada. En julio del 2018 Jorge Olivares (84), también con un disparo, acabó con la vida de Elsa Ayala (89), con quien llevaba 55 años de matrimonio, y luego se quitó la vida. Elsa iba a ser llevada a un asilo. Hace un par de días José Aedo (94) recorrió el mismo camino junto a su señora, Blanca Sáez (86), su pareja desde hace 62 años, y quien ya no podía valerse por sí misma. Ninguno tenía antecedentes de violencia intrafamiliar.
Según los datos de la OMS (2014), Chile, con 11,2 suicidios anuales cada 100 mil habitantes, es el país más suicida de Latinoamérica luego de Guyana (26,2), Surinam (23,3) y Uruguay (14,2). Si ese dato se desagrega por edades, como muestra el último estudio de la gerontóloga Paula Vieira, la tasa de suicidio entre los 70 y los 79 años sube a 15,4, y sobre los 80 años llega a los 17,7. Entre 2010 y 2015, según el INE, 935 adultos mayores de 70 años se quitaron la vida. 187 por año. Un muerto cada dos días.
Cuando estos casos logran abrirse camino hasta las redes sociales, son despachados rápidamente. "Son las pensiones. ¡Abajo las AFP!", se concluye. Y luego se salta a asuntos que sean material de memes y de justicieros virtuales, como el del maleducado director de Gasco y su conflicto playero. Temas livianitos, que no exigen pensar. Espectáculo.
Es cierto que a la generación de adultos mayores de hoy le tocó vivir y trabajar en un país mucho más pobre que el nuestro. Y que eso se refleja en sus ahorros. También que nuestro sistema previsional requiere de reformas urgentes. Pero todo indica que el problema de la vejez en Chile no se reduce al dinero. El abandono y el maltrato reportado por las personas de la tercera edad nos hablan de una oscuridad más profunda, que no arregla la pura plata. Y nuestra ridícula idea de los viejos como personas sagradas que no deberían hacer nada, sino esperar la muerte en sus casas excede cualquier corrección de políticas públicas.
Tenemos un problema cultural, colectivo, con la vejez y la muerte. Son temas de los que no queremos hablar y realidades que no queremos ver. Nuestras ciudades y nuestro mercado laboral están diseñados contra los mayores, y esa etapa final está clausurada para nuestra imaginación. Y, sin embargo, todos moriremos y la mayoría seremos viejos.
¿De dónde viene este problema? A veces pienso que es otra consecuencia más de nuestra autoimagen empapada de individualismo racionalista y consumista, que no deja espacio para los débiles. El sujeto autónomo autoedificado, después de todo, es un pequeño dios que siempre está en control de su universo hecho a la medida. Y los dioses, por pequeños que sean, no envejecen ni mueren. Quizás por eso hay tanto progresista promoviendo el suicidio asistido como la gran respuesta a toda esta complicación: hacer pasar como un acto pleno de la voluntad lo que es un acto de desesperación, después de todo, mantiene vivo el mito liberal. Aunque todo a su alrededor, literalmente, fallezca.
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