Contradicciones de la cultura de la muerte y reflexiones de la cultura de la vida
Por Vicente Hargous, investigador de Corporación Comunidad y Justicia
Toda postura sobre la eutanasia supone una visión de la persona, de la sociedad y de lo trascendente. Aquí nadie puede hablar desde el pedestal inmaculado de los datos empíricos: lo que ocurre de hecho no siempre es justo. La justificación de un acto siempre supone un criterio según el cual valoramos una conducta como buena o mala.
Más allá de los artículos del proyecto de ley en tramitación, vale la pena reflexionar sobre los argumentos más usados. A nivel de calle (y también en la sala de la Cámara de Diputados) se suelen poner ejemplos: casos hipotéticos en que un paciente especialmente débil -viejo, enfermo terminal, sin recursos suficientes para cubrir su enfermedad si quisiera dejar algo a su descendencia, etcétera- es coaccionado a permanecer vivo. Persuasivo: surge espontáneamente un sentimiento de compasión. Nos tienta a decir que es cruel mantener con vida al paciente. La eutanasia sería un acto de compasión.
Por otro lado, lo más frecuente, dentro y fuera del Congreso, es que la (supuesta) justificación de la eutanasia tenga su fundamento en la autonomía: el soberano que no le debe nada a nadie; el autónomo que busca imprimirle sentido a su vida mediante el control; el individuo que, sin ver nada más que su propio cuerpo, no quiere más que placer y bienestar corporal; el consumidor que quiere desechar la vida a la que le faltó “calidad de vida”. La eutanasia sería un acto de ejercicio de autonomía.
Entre ambos fundamentos existe una tensión interna que puede llegar a ser contradictoria, porque la compasión es siempre de un tercero (heterónoma), mientras que las decisiones autónomas son del paciente mismo. Eso, en última instancia, significa que existen dos fundamentos éticos contradictorios: el sentimentalismo hedonista contra el individualismo. Matar por compasión y obligar a los médicos a matar porque el paciente lo quiere: otra tensión entre la autonomía del paciente y la conciencia del médico (o, al menos, contra el ideario de una institución). La cultura de la muerte está plagada de contradicciones que son fruto, a fin de cuentas, del nihilismo que busca controlarlo todo (bajo el cual subyace a su vez la contradicción de una libertad vacía, dirigida a la nada, a la aniquilación). Se trata de una renuncia a la pregunta por el sentido del dolor y de la muerte… Una pregunta que es inevitable: el ateo tampoco puede escapar de la muerte.
La cultura de la vida, en cambio, intenta responder a la pregunta del sentido... Y viene la caricatura: “¡eso es religioso! ¡tenemos un Estado laico! ¿¡Cómo es posible que en el siglo XXI digan esas cosas!?”. Ciertamente, los católicos sabemos que el fundamento último de la dignidad de la persona humana reside en ser imagen y semejanza de Dios por creación, pero no por eso vamos a usar ese argumento de cara a los no creyentes para “imponer nuestras creencias religiosas”. Esa convicción, más bien, sostiene nuestro ánimo, pero los argumentos que exponemos, por regla general, sí pueden llegar a conocerse sin la fe.
No hace falta ser católico para ver que una sociedad que descarta a sus enfermos graves es una sociedad enferma, que ve la vida como un bien de consumo funcional al placer o a la producción. Frente a ella, la cultura de la vida se alza con firmeza como una propuesta sólida que apuesta por la dignidad inherente de la persona, por su rol en la sociedad y por la apertura a la trascendencia. La vida jamás es indigna (ni puede decirse que debe pasar cierto “control de calidad”): puede ser dolorosa, pero nunca su dignidad puede depender de la falta de “calidad” que otros puedan atribuirle (por “compasión”), ni de la autonomía vacía de un sujeto que considera que su vida carece de sentido. La dignidad de la persona es intrínseca. Ella nos obliga a aliviar el dolor del que sufre y a acompañarlo, y nos impide en cualquier caso matar directamente a una persona inocente. La pregunta por el sentido es misteriosa… la persona humana es un ser inevitablemente encaminado hacia la muerte (aunque no parece que seamos para-la-muerte), pero a la vez es un ser que, por su sed de inmortalidad y la angustia o indigencia frente a la muerte, parece ser para-lo-absoluto. Quizás alguno no crea en eso, pero que toda la sociedad renuncie a la pregunta sería un fracaso ético y político que nos saldrá caro en el futuro.
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