Corrupción de Álvaro Pezoa: de la constatación a la acción (II)
¿Sabía o recuerda usted que la Contraloría General de la República publicó en octubre de 2021 un documento titulado “Estrategia Nacional Anticorrupción”? ¿Y qué en ella se proponía transitar hacia una cultura de tolerancia cero a la corrupción, al tiempo que formulaba veinticinco propuestas para combatir este flagelo? El propio ente contralor afirmaba que, como entidad fiscalizadora superior de Chile, juega un papel fundamental en la lucha contra la corrupción. Han pasado dos años y medio desde ese entonces y el país solo ha visto aumentar los casos de corrupción, donde el sector público ha mostrado un desempeño “llamativo”. Es cierto que la batalla contra esta gangrena moral requiere de nuevos instrumentos y enfoques, pero aun así ello no parece ser suficiente. Por cierto, el sector privado requiere de un tratamiento afín, que verdaderamente pueda conducir a disuadir la realización de malas conductas y castigarlas severamente cuando ocurran. ¿En qué estamos topando para que así sea?
Parece que ha llegado el tiempo de aceptar que la degradación de las costumbres se encuentra mucho más arraigada de lo que queremos reconocer. También que hay demasiados intereses cruzados (amistades, parentescos, favores, negocios, información, cuentas pendientes, secretos, vínculos políticos, etc., sin incluir todavía al crimen organizado) y vacíos legales que impiden que los casos que saltan a la luz pública sean abordados derechamente, con intención abierta de aclarar, penalizar y dar ejemplo. El caso “Hermosilla” ha venido a ilustrar de modo dramático qué se está tratando de decir. Más temprano que tarde, las causas se enredan en el lleva y trae de una institucionalidad inapta, bajan su tensión comunicacional y terminan en perdonazos (o semi), fallos tardíos, arreglos de una u otra naturaleza. Casi siempre se encuentra una mala razón -jurídica o política- para escapar de las sanciones que el daño social producido por los hechos cometidos merecería. De tarde en tarde, el sistema ofrece al respetable público un chivo expiatorio (débil en la trama) para luego dejar todo más o menos igual.
¿Por qué no establecer una suerte de compliance en las instituciones y empresas públicas, preventivo, rápido y efectivo, como lo han estado haciendo las empresas particulares? ¿Por qué no efectuar una bien pensada campaña pública para hacer conciencia ciudadana contra los actos de corrupción y las malas prácticas, públicas, privadas y personales? ¿O, si se quiere, en pro de la rectitud personal y la probidad en las organizaciones e instituciones? ¿Por qué no restablecer una formación de cultura cívica y ética desde tempranos años escolares? En cambio, muchas comisiones, pocas acciones.
Chile pagará caro su transigencia infinita en esta materia, ya sea empantanado en la mediocridad pestilente o dando espacio a una reacción extrainstitucional ante el hastío popular frente al cáncer de la corrupción (y la violencia). Habrá que volver al tema en otra columna.
Por Álvaro Pezoa, ingeniero comercial y doctor en Filosofía