Crisis sanitaria, crisis civilizatoria
Más allá de nuestros estados de ánimo, temores, convicciones, reacciones o consentimientos, todos ligados al ámbito de la opinión, debemos ir a lo esencial. Más allá de las apariencias, o de lo que un poeta llamó “el chapoteo de las causas secundarias”, es preciso volver al ser de las cosas. En lugar de las “mediaciones”, de los lugares comunes distribuidos ad nauseam por la intelligentsia, volvamos a lo que es inmediatamente evidente. A eso que la sabiduría popular ha sabido formular de una manera lapidaria: “Todo pasa, todo se rompe, todo se agota”.
Se trata, específicamente, del fin una modernidad exhausta. Es la saturación de un conjunto de valores cada vez menos vigentes.
Recordemos una de las etimologías de la palabra crisis: “krisis” significa, entre otras cosas, el juicio que hace lo que está naciendo sobre aquello que está muriendo. Esta acepción se olvida con suma frecuencia, reduciendo la crisis a su aspecto económico, tomándola como un simple disfuncionamiento de aquello que mi gran amigo, Jean Baudrillard, llamó “la sociedad de consumo”, y que unas cuantas recetas políticas corregirían fácilmente por el bien de todos.
Lejos de esta reducción, puede considerarse la “crisis sanitaria” como una modalidad de una crisis de sociedad, como otra muestra de un cambio de paradigma mucho más profundo.
En otras palabras, la crisis sanitaria es la expresión visible de una disolución invisible: la de una civilización que ya cumplió su ciclo. Civilización cuyo paradigma ya no es reconocido por todos. La matriz que ella concibió para el ser colectivo se volvió infecunda.
Una racionalidad miope podría considerar que se trata de una alegoría algo misteriosa, incluso mística. Pero la historia nos entrega varios ejemplos de este tipo. Son de hecho innumerables. Me conformo con recordar solamente la gran peste que ocurre al final del Imperio Romano, la famosa “Peste antonina” del año 190 que, causando millones de muertes, marcó el inicio de la decadencia romana.
¿Y qué decir de la “Peste negra”, llamada también “muerte negra”, que, en el siglo XIV, significó un momento clave en la transición desde la Edad Media hacia el Renacimiento? Lo que los historiadores llamaron Black Death expresa bien la magnitud del duelo: era la muerte de un conjunto de valores que ya no concordaban con los nuevos tiempos.
Pero dejemos a un lado las metáforas. Hace mucho tiempo, junto a otros, recibo la ira de una intelligentsia enardecida porque señalo la decadencia de la modernidad; un mundo que ya solo defienden unas castas orgullosas de su superioridad ilusoria y que vive de sus falaces elucubraciones. Se trata de una “sociedad oficial” cada vez más desconectada de la vida real y, por la misma razón, incapaz de ver una evidente decadencia política e intelectual.
¿Decadencia de qué si no es del mito progresista? Yo había sugerido, en 1979, que correlativamente a la ideología del servicio público, el progresismo servía para justificar la sobre-explotación de la naturaleza, para omitir sus leyes primordiales y para construir un mundo regido únicamente por unos principios racionalistas cuyo componente mórbido se hace cada vez más cierto. Hablé de la “violencia totalitaria” de un progresismo al tiempo torpe y destructivo.
Decía que es preciso atenerse a lo esencial. El punto nodal de la ideología progresista es la intención, o mejor la pretensión, de resolverlo y mejorarlo todo con el fin de alcanzar la sociedad perfecta y el hombre potencialmente inmortal.
Sepámoslo o no, la dialéctica tesis, antítesis y síntesis es el mecanismo intelectual dominante. El concepto hegeliano de “superación” (Aufhebung) es la palabra clave de la mitología progresista. Es, stricto sensu, una concepción del mundo “dramática”, es decir, que descansa en la capacidad de encontrar siempre una solución sobre aquello que puede obstaculizar la perfección por venir.
Hay una frase de Marx que resume muy bien dicha mitología: cada sociedad solo se plantea los problemas que puede resolver. Ambición y pretensión de tener todo bajo control. Y es, también, la economía de la salvación judeo-cristiana que, en los grandes sistemas sociales del siglo XIX, se vuelve “profana” e inspira los programas políticos, tanto de la izquierda como de la derecha.
Es precisamente esa concepción dramática, y por lo tanto optimista, la que está en plena decadencia. Y en la oscilación inexorable de la historia humana, es el “sentimiento trágico de la vida” (Miguel de Unamuno) el que tiende a imponerse de nuevo. Lo dramático, insisto, es decididamente optimista. Lo trágico es aporístico, es decir, sin salida, sin solución: la vida es lo que finalmente es.
En lugar de querer dominar la naturaleza, es necesario reconciliarse con ella. Siguiendo un adagio popular, “uno solo controla a la naturaleza cuando le obedece”. Así, la muerte ya no es un hecho que pueda o deba superarse sino algo con lo que habrá que reconciliarse.
Esto es lo que recuerda, ante todo, la actual “crisis sanitaria”. La muerte pandémica pone fin al optimismo propio del progresismo moderno. Podemos considerarla también como la expresión de un místico presentimiento: el fin de una civilización puede ser liberador e indicar la continuidad de un vitalismo social esencial.
La muerte posible, esa amenaza cotidiana, esa realidad omnipresente e imposible de negar, concreta, nos recuerda que es todo un ordenamiento civilizatorio el que está en vías de desaparecer. Es quizás la muerte del orden que constituyó el mundo moderno.
Me refiero a la muerte del economicismo dominante, de la preponderancia dada a la infraestructura económica, causa y efecto de un materialismo reduccionista con mirada de corto vuelo. Además de la “sociedad de consumo”, Jean Baudrillard mostró muy bien que toda la vida social no era más que un “espejo de la producción”, lo que equivale a reducir un ser colectivo esencial a una sola de sus manifestaciones, a un tiempo abstracto y obsesivamente preocupado por un orden material que hace tiempo dejamos de dominar. Pues no poseemos objetos, ¡ellos nos poseen a nosotros!
Me refiero a la muerte de una concepción puramente individualista de la existencia, pese a que las élites desfasadas de nuestro tiempo sigan emitiendo frases como “dado el individualismo contemporáneo…”, y otras por el estilo. Sin embargo, la angustia de la finitud, imposible de ocultar, incita por el contrario a buscar la ayuda mutua, a compartir, a ejercer la benevolencia y otros valores similares que el materialismo moderno creía superados.
Aun con la gente “confinada”, es interesante notar que los cantos patrióticos o los del repertorio popular son entonados en común. Y esto con el fin de conjurar colectivamente la angustia inherente al sentimiento de finitud, y, así, expresar solidaridad frente a la muerte.
De manera todavía más flagrante, esta crisis sanitaria decreta la muerte de la mundialización, valor dominante de una élite que, sea cual sea su tendencia, sigue obnubilada con la idea de un mercado sin límites ni fronteras donde, una vez más, el objeto prevalece sobre el sujeto y lo material prevalece sobre lo espiritual.
Recordemos la lúcida expresión del filósofo Georg Simmel, quien sostenía que la estabilidad de toda vida social depende del equilibrio entre “el puente y la puerta”. El puente simboliza la necesidad de relación y la puerta el límite necesario de la interacción, de lo cual surge una armonía benéfica para cada uno.
Por otra parte, esta mundialización a ultranza es heredera del universalismo propio de las Luces del s. XVIII. Desde luego, su saturación va a valorizar el localismo, es decir, aquello que la Escuela de Palo Alto, en California, llamó atinadamente “proxémica” : interacción entre el entorno natural y el entorno social.
Yo he preferido hablar, en ese sentido, de “ecosofía”, es decir, conocimiento de la casa común o, en términos más familiares, he pedido reconocer que “el lugar crea lazos”. Todo esto para recordar, contra la idea marxista de que “el aire de la ciudad nos hace libres”, forma arquetípica del desarraigo, que el terruño natal recobra una fuerza y un vigor innegables.
Constato incluso la existencia de un “arraigo dinámico” para recordar que, como todas las plantas, la planta humana requiere de raíces para crecer con fuerza y belleza. Frente a la muerte presente cabe recordar lo necesaria que resulta la solidaridad propia de un “ideal comunitario”, ese que algunos siguen estigmatizando por confundirlo, torpemente, con comunitarismo.
¿Algunos? ¿Quiénes? Para decirlo simplemente, aquellos que detentan el poder de decir y de hacer y se empeñan en defender con uñas y dientes el economicismo, el individualismo, el mundialismo y el materialismo.
La consanguinidad de las élites es evidente. Y su endogamia, mortífera. Ese “nosotros” excluyente resuena sin cesar en todos los sermones morales proferidos por los oligarcas de toda índole. Lugares comunes que no alcanzan a esconder su culto atávico del dinero, su ortodoxia economicista y su celebración de una escala de valores que perdió vigencia. Pero insisten en los sofismas de siempre: democracia, valores republicanos, laicidad, progresismo, etc.
Todo eso se expresa con fórmulas alambicadas en las que, sin embargo, las inteligencias agudas y el sentido común popular detectan rápidamente las ambigüedades y los círculos viciosos. Cuántas fórmulas estereotipadas para enunciar, al fin y al cabo, la esencia de sus prácticas y el fundamento de su deseo más profundo: crear una “sobreadministración” que les asegure el poder absoluto sobre un pueblo que creen irremediablemente estúpido.
Las élites olvidaron que dirigir es servir, como lo dice ese otro adagio que resume el tema de la cohesión social: regnar servire est. Olvidaron el equilibrio necesario entre la potencia de lo instituyente y el poder de lo instituido, es decir, entre las instituciones económicas, políticas y sociales.
Ocurre que las élites no han podido entender que la muerte cotidiana marca ineludiblemente la muerte del materialismo de la civilización moderna, y que por lo tanto se producirá lo que el sociólogo Vilfredo Pareto llamó “una circulación de las élites”.
Tal circulación, con la ayuda de internet, testifica la muerte de la verticalidad del poder en beneficio de la horizontalidad, con la vitalidad en ciernes que representa una nueva sociedad emergente. He dicho en otras ocasiones que la posmodernidad no es más que la sinergia entre lo arcaico y el desarrollo tecnológico. Es otra manera de entender el regreso del compartir, del intercambio, de la solidaridad y de otros valores primarios y fundamentales que la paranoia de las élites modernas, en su visión dialéctica de las cosas, creía necesario “superar”.
La muerte de la civilización utilitarista, cuyo lazo social es mecánico, permite ver el resurgimiento de solidaridades orgánicas. Organicidad que el pensamiento esotérico llama “sinarquía”, y que Georges Dumézil utilizó para ilustrar la interacción y el equilibrio existente, a veces, entre las “tres funciones sociales”: la función espiritual fundante de lo político, lo militar y lo jurídico, que termina por convertirse en solidaridad social.
Así, más allá de una “sobreadministración” desconectada de lo real, vemos resurgir ante nuestros ojos un momento holístico, una totalidad que abarca diversidades y subjetividades despreciadas por el racionalismo.
Ahora bien, la comprensión de esa “sinarquía orgánica” exige que podamos usar las palabras más acordes al tiempo que vivimos. Es curioso, por no decir desolador, leer bajo la pluma de los editorialistas más leídos que la situación es “dramática”, y unas cuantas líneas después que tiende a ser “trágica”.
La fórmula de Platón, “fraude a las palabras”, no solo se encuentra vigente sino que revela una descomposición total. La concepción “dramática” es propia de una élite que cree tener una solución “oportuna” para todo. Lo “trágico”, en cambio, se adapta a la muerte. La actitud trágica sabe, con el saber propio de la sabiduría popular, vivir la muerte de todos los días.
Por eso la crisis sanitaria, portadora de muerte individual, es el indicio de una crisis civilizatoria: la muerte del paradigma progresista. Y es tal vez lo que revela por qué el “ambiente trágico”, vivido en lo cotidiano, lejos de ser pesimista, expresa la conciencia de una resurrección en curso: aquella por la cual en el ser colectivo, en el estar con, en lo visible social, lo invisible espiritual ocupará un lugar de privilegio.
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