Crítica de la razón litigante: abogados frente a periodistas y encuestadores

CONVENCIÓN

La lógica detrás de estas defensas corporativas tiene una estructura común: tratar de reducir el mensaje recibido a un supuesto interés oculto detrás del mensajero. En la teoría de estos convencionales tanto las encuestas como la cobertura periodística estarían hechas al gusto de los dueños de las empresas encuestadoras y los medios de prensa



Es un hecho que los defensores corporativos del trabajo de la Convención Constitucional se han dedicado a criticar el empedrado y matar al mensajero frente a cada una de las críticas recibidas. El broche de oro a esta cerrazón intelectual lo puso esta semana Jaime Bassa, que luego de meses alegando contra supuestas “campañas del terror”, inició la propia declarando que “si gana el rechazo vamos a tener una crisis política y social importante”. El viejo “nosotros o el caos”.

La lógica detrás de estas defensas corporativas tiene una estructura común: tratar de reducir el mensaje recibido a un supuesto interés oculto detrás del mensajero. En la teoría de estos convencionales tanto las encuestas como la cobertura periodística estarían hechas al gusto de los dueños de las empresas encuestadoras y los medios de prensa. No habría mediación entre la supuesta posición política del dueño y los resultados de las encuestas o los artículos publicados. Periodistas y encuestadores serían meros espadachines a sueldo de intereses inconfesables.

La táctica comunicacional de matar al mensajero acusándolo de ser un títere es parte constitutiva del llamado fenómeno de la “posverdad”. Acusar de “fake news” toda noticia que no fuera de su agrado o conveniencia, así como matonear medios de prensa específicos, fue pan de cada día para Donald Trump. Y también, de forma incluso menos elegante, ha sido un recurso constante de todos los populismos autoritarios latinoamericanos. Daniel Ortega es el último de la larga lista de bananeros dedicados a perseguir a la prensa (Fernández de Kirchner, Correa, Chávez y Maduro lo anteceden).

Ahora, el caso de nuestra Convención invita a concentrarse en un fenómeno específico: el de la razón litigante. Muchos de los aparentemente convencidos de la naturaleza títere del periodismo y las encuestas son abogados. Y la profesión jurídica, especialmente la dedicada al litigio, tiene características bien particulares y problemáticas, que personajes como Atria, Bassa, Daza y Stingo parecen estar proyectando de manera acrítica sobre otras profesiones.

La mayoría de los abogados se ofrecen en el mercado para defender intereses en el marco de la ley. Su aproximación es siempre parcial al cliente que les paga. Y su selección de clientes normalmente obedece al mejor postor. Esto implica obvias tensiones éticas, que se ven agravadas en sociedades muy desiguales, donde la parte más débil suele tener acceso a una peor defensa de sus intereses. Una versión simple y burda de estas tensiones es presentada en la famosa película “El abogado del diablo” en el caso de la defensa del pedófilo. ¿Hasta dónde merece defensa alguien que sabemos que es culpable? ¿Es ético asumir casos donde la parte más poderosa evidentemente es responsable? ¿Qué pasa si el cliente es alguien objetivamente peligroso para la sociedad? ¿No es problemático que el dinero recibido provenga de actividades que el propio abogado considera reprochables?

Muchos abogados ponderan y resuelven estos asuntos seriamente. Un caso extremo y notable de este conjunto es el de Jaime Guzmán, que decidió nunca ejercer. Pero otros no se preocupan tanto. El fenómeno de los abogados de narcotraficantes, hoy glorificados por la cultura marginal, solía presentarse como caso límite. Pero el narcojurista, tal como el pirata en “La Ciudad de Dios”, suele defenderse alegando que no hace nada distinto a los demás. Y tienen un punto: muchos abogados se lavan las manos con la idea de que ellos, como hombres de derecho, sirven simplemente a la ley, y no al cliente. Esto, a pesar de saber que todos los incentivos lo orientan a ganar el caso, no a cuidar la justicia, lo que está en manos de los jueces.

Esta disociación explica que Fernando Atria, incluso cuando ya se había dedicado a la política, no viera contradicción alguna entre sus convicciones radicales de izquierda, y prestar servicios como perito jurídico a la minera sueca Boliden (a cambio de unos 100 millones de pesos) en un juicio contra los ariqueños envenenados con plomo, mercurio y arsénico provenientes de los deshechos de dicha minera. También explica que Mauricio Daza -quien llegó al extremo de insinuar que el expresidente Lagos cuestionaba el trabajo de la Convención por interés en la asignación vitalicia presidencial- se presente ahora como campeón del pueblo contra los “poderosos de siempre”, a pesar de prestar servicios por largos años a Francisco Javier Errázuriz, incluyendo en el famoso caso de ingreso y explotación ilegal de migrantes paraguayos. De hecho, este patrón de conducta es muy común. No son pocos los abogados que cultivan un perfil de social justice warrior en redes sociales, pero que en la vida real viven en la cúspide del privilegio.

Por supuesto, quienes se conduzcan de esta forma tenderán a proyectar su estándar de conducta en los demás (no pocas veces de forma exagerada, dada la mala conciencia). Luego, describirán el mundo como una fachada que recubre al puñado de titiriteros que realmente mueven los hilos. Una visión que vacía de valor toda mediación institucional y profesional, además de reducir la comunicación humana a mero instrumento. El valor de verdad de los argumentos o de las investigaciones da lo mismo, lo que importa es quién paga. El árbol, para estas personas, no se conoce por sus frutos, sino por el dueño del terreno donde crece.

En suma, la concepción litigiosa de la comunicación, en vez de atender y distinguir razones, busca rápidamente reducirlas a intereses. Luego, reduce el lenguaje a un arma o instrumento de ataque y defensa. Una herramienta de manipulación del otro. Por eso a la mente litigante le cuesta ver más que espadachines entre encuestadores y periodistas.

Y esta mirada, aunque popular en un país dañado, es equivocada y dañina. Es equivocada porque cualquiera que observe seriamente la operación de los medios de comunicación profesionales y de sus periodistas notará que existen varias instancias de mediación institucional entre los dueños del medio y la información producida. Los periodistas que trabajan en prensa, para empezar, no son litigantes mediáticos: su prestigio profesional proviene de mediar lealmente entre hechos y público, no de esconder o distorsionar información a gusto del dueño. Y los directores de medios, aunque cultiven una línea editorial clara, no pueden actuar simplemente como espadachines facciosos sin desperfilar al medio y degradar a quienes trabajan en él. Irónicamente, por lo demás, el único medio de prensa establecido que tomó una posición editorial respecto a la Convención en el plebiscito de entrada lo hizo por el “apruebo”, mientras que el Colegio de Periodistas se movilizó en favor de la candidatura presidencial de Gabriel Boric.

Algo parecido, por otro lado, ocurre con las encuestas. A ninguna empresa de investigación social le conviene producir constantemente información parcial y errada, sólo para confirmar los sesgos de sus dueños. Sería una pésima empresa. Muchas encuestas son metodológicamente cuestionables, pero no por eso manipuladas. Pretender que su único fin es tratar de generar un efecto de vagón de cola en favor de la posición política del dueño es infantil y absurdo. Más todavía si los mismos acusadores salen celebrando cada vez que las mismas encuestas los favorecen.

La razón litigiosa, finalmente, también es dañina para la democracia. Ella promueve la desconfianza ciega, los sesgos confirmatorios, las teorías conspirativas, la destrucción de la libertad de prensa (base del cuarto poder) y la crisis de representación. También se basa en una antropología nihilista, que muestra al ser humano como idiota, feble, fácilmente manipulable, egoísta y carente de moral. Asimismo, supone que toda organización que no sea de propiedad estatal (“neutra”, por lo tanto) es una mera herramienta de intereses inconfesables. Este conglomerado de elementos es el material del que están hechas las tiranías. Y no tiene nada que ofrecer a la crisis chilena, sino su radicalización.