Cuarentones en cuarentena
¿Por qué nos interesan los chismes? Porque es mucho más fácil, y también más entretenido, encontrar y etiquetar los errores de otros que reconocer los propios (Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio).
Hace dos semanas que atiendo virtualmente a todos mis clientes. Si bien hace años que sostengo esporádicas y puntuales sesiones de coaching a distancia, desde que empezó el coronavirus la excepción se convirtió en regla. En este precipitado tránsito del formato presencial al online, fueron mis clientes adolescentes, tanto escolares como universitarios, quienes aceptaron el cambio sin mayores explicaciones.
Con mis clientes grandes, esos que oscilan entre la avanzada treintena y la prematura sesentena, la reacción fue distinta y la mayoría me confesó que prefería aplazar nuestras sesiones hasta que las cosas se calmen, pues no les acomodaba conversar a través de las pantallas. Y así fue la primera semana, pero ya esta segunda, varios de ellos empezaron a solicitar mis horarios virtuales, pues el caos los estaba colapsando. Necesitaba hablar, me reconoce un cliente y la mayoría, entre emoticones de risa y de rabia, me confesaban que ya no daban más con todas las noticias, teorías e historias que circulaban, comentarios recurrentes que me llevaron a revisar el libro de Daniel Kahneman, Pensar Rápido, Pensar Despacio, pues en un interesante capítulo titulado La Ilusión de entender, este doctor en economía y profesor de psicología de la Universidad de Princeton, nos toma la temperatura:
“Las falacias narrativas surgen inevitablemente de nuestro continuo intento de dar sentido al mundo. Las historias explicativas que la gente halla convincentes son simples; son más concretas que abstractas; otorgan mayor significación al talento, a la estupidez y a las intenciones que al azar, y se centran en unos pocos acontecimientos llamativos que sucedieron más que en otras incontables cosas que no llegaron a suceder”.
Este premio nobel de economía tiene toda la razón: los chilenos desde octubre estamos saturados de falacias narrativas y la llegada del coronavirus simplemente nos sobrepasó. Y es que las buenas historias, como dice este estudioso de las tomas de decisiones, nos entregan explicaciones coherentes de las acciones e intenciones de las personas, historias que si bien pueden gratificarnos con sentido, nos engañan creando “un relato persuasivo” que crea “una ilusión de inevitabilidad”.
Para graficar nuestras ilusiones, partamos con Felipe, padre de tres hijos en edad pre-escolar, quien reconoce que ya no se aguanta así mismo. Abogado de 40 años, lleva 3 días trabajando desde la casa y me confiesa que nunca creyó que iba a decirlo, pero extraña despedirse de su señora y de su guagua en la mañana para llevarse a los dos mayores al jardín.
“El viernes, cuando dejé a los niños, partí directo a la oficina como todas las mañanas. Me gusta ese trayecto, pues tengo el extraño sentimiento de que estoy haciendo lo correcto. Dejo a mis hijos con su tía y retomo mi vida apenas me siento solo al volante. Me gusta esa sensación. Por eso, cuando al mediodía mi señora me dijo que iban a cerrar el jardín, no procesé bien la información. Como que no reaccioné hasta que mi jefe nos mandó a todos para la casa y nos dijo que a partir de ahora todo por telebrabajo. Yo creo que estaba tan desconcertado que al principio me lo tomé como una humorada. Ese fin de semana con varios colegas nos tapamos a memes y echamos la talla, jurando que esto iba a pasar pronto. Pero ya el domingo estaba desesperado. Mi señora me dijo que me quedara con los niños mientras ella iba al supermercado y ahí tuve la certeza de que me iba a volver loco si esta cosa seguía así. No puede ser que pretendan que esto dure dos semanas. ¿Y ahora dos meses? De hecho, apenas llegó mi señora con las compras del supermercado le propuse hiciéramos un asado e invitáramos a unos amigos que siempre vienen con sus hijos y al instante nos agarramos mal. Fue la primera pelea de varias. Claramente no hubo asado”.
Lo peor, me dice Felipe por cámara, es que estando en su casa se obsesionó con las noticias del coronavirus, que leía a tres pantallas. Tele, iPad y celular. En cuestión de días ya se había leído todo lo publicado hasta el momento y ya había participado de varias discusiones por Twitter que lo dejaron profundamente amargado. “Hasta me leí unos papers científicos que me recomendó un amigo y si bien no caché mucho, lo que me quedó claro es que, según el autor del paper, en Italia quedó la cagada por la contaminación del aire, por el material particulado. Y chuta, si allá quedó la cagada por esto, imagínate acá en el invierno”.
Cristina, otra cliente con quien me logré conectar tras varios cambios de agenda, me cuenta que está agotada e hiperventilada, pues ha tenido que ir todos los días al trabajo y suplir a varias personas. Como digna gerente de un área de servicios, me recita, como un mantra, que su empresa no puede parar y alguien tiene que aperrar. Y ése alguien evidentemente es ella.
“La mayoría de mi equipo está trabajando desde la casa. Bueno, la verdad es que en mi área todos están trabajando desde sus casas menos yo, pues alguien tiene que estar acá (en ese momento se gira en su silla y enfoca con su cámara a los vacíos puestos de trabajo que la acompañan), pues de tanto en tanto aparecen clientes, hay que firmar cosas y resolver situaciones que te piden los clientes o desde el Olimpo. Todo el mundo me agradece y me aplaude, pero estos días me he dado cuenta que por muy gerente que sea, por muy capaz o exitosa que me sienta, claramente no soy la dueña de la empresa, sino la weona que les hace la pega a unos weones que desde sus segundas o terceras casas, me mandan instrucciones a control remoto. Pero eso no es lo peor. Lo más trágico es darme cuenta que prefiero estar acá, que aguantar a mi marido. Mira, nosotros no tenemos hijos y nuestros papás son del sur y no los vemos nunca, por eso me enferma escucharlo. Aunque suene trágico, prefiero agarrarme el coronavirus que estar en cuarentena con este weon. Estoy chata de sus advertencias, de sus medidas, de sus reproches, de sus temores. Sé que la situación es grave, pero nunca me imaginé que fuera tan hipocondríaco. Te juro que si lo bañara en lisoform me amaría”.
En otro extremo, Fernando está desesperado con el tema escolar de sus hijos, pre-adolescentes de 11 y 13 años, quienes hasta esta pandemia, raramente habían sido tema de conversación en consulta. “Me invaden a mails, a WhatsApp y ahora la solución del colegio es que yo les haga clases a mis hijos. Lo peor es que tengo que leer comentarios de mamás y papás encantados con esto de las oportunidades para reconectarse con la familia y te bombardean con ideas weonas y con un optimismo que no resiste análisis. Sinceramente no tengo pasta de profesor, lo mío son las finanzas. Además ¿No es para eso que pago el colegio? Con mi señora estamos vueltos locos con la cantidad de pega que nos manda el colegio y los dos trabajamos. ¿Estos weones pensarán que a todos nos sobra tanto tiempo, que ahora vamos a capacitarnos con entusiasmo en metodologías de aprendizaje a distancia? Corta tu webeo. Se que suena feo como lo estoy planteando, pero te juro que amo a mis hijos y quiero lo mejor para ellos, pero cuando me siento frente al computador con la mejor de las intenciones, les bajo sus guías y videos y los weones no pescan y no se esfuerzan ni un por poco por entender algo, me dan ganas de mandar todo a la mierda. ¿Y ellos? Se ríen, se aburren y todos terminamos peleando. Y más encima tengo que seguir pagando el colegio y los muy cristianos me ofrecen, como gran ayuda, pagar el mes de abril en diciembre”.
A Teresa, en cambio, no le preocupa mayormente el colegio de sus hijos, ni los desafíos de la cuarentena con ellos en casa, ni su trabajo, sino que la angustia ver lo mal que está su marido, pues en octubre del año pasado las ventas de su negocio se habían venido abajo. Durante los últimos meses del 2019 logró sobrevivir con mucho punch y aguante y ahora que este 2020 estaba repuntando e ilusionándose con mayores importaciones, se fue a la mierda de nuevo.
“Mira, ya no sé qué hacer. No habla. Llega a la casa agotado. Se ducha, come apurado y se echa en algún lado. Le sonríe a los niños, los abraza, es muy cariñoso con ellos, pero a mí no quiere ni mirarme. Yo creo que por primera vez no sabe qué hacer y no se atreve a reconocerlo. El pobre pasa de la acción desesperada a la frustración, bota rabia, pero se come la culpa, como si él fuera responsable de no haber previsto el estallido social y el coronavirus. Le digo que pare, que no tiene sentido darle más vueltas, pero creo que en el fondo está arrepentido de haber renunciado el año pasado a su trabajo en el banco para emprender este negocio, que era un sueño largamente postergado. Él nunca ha sido muy de hablar, pero le costó tantos años tomar la decisión de salirse, que parece maldad que le haya tocado esto. Es mala suerte, pero yo sé que por dentro se está torturando”.
Tras la sesión con María Teresa, la última de la semana, suspiré agotado, pues la historia de su marido y la de tantos clientes en situaciones similares, no me resulta ajena. Es difícil lidiar con lo inesperadamente malo, pues según Daniel Kahneman, “la mente humana no tolera fiascos. El hecho de que muchos acontecimientos producidos implicaran elecciones nos mueve aún más a exagerar el papel de las aptitudes y subestimar la parte de suerte en los resultados”.
Epidemia de coronavirus
Estos fiascos de personas que decidieron emprender o hacer importantes cambios laborales o personales en momentos aparentemente poco indicados, son pan de cada día en mi consulta, pero con el coronavirus estas historias también se han multiplicado. Relatos en los que sus protagonistas se responsabilizan por no haber previsto lo imprevisible y no haber hecho lo posible para evitar lo imposible.
Y claro, estos dueños del fiasco tienen que lidiar con los generales después de la batalla. No les gusta hablar, pues saben que sus oyentes, en algún momento de la conversación, les dirán directa o indirectamente que ellos lo previeron, intuyeron, supusieron o temieron… pero claro… optaron por callar… por prudencia, respeto… miedo…
Por eso, para lidiar con estos virus mentales del entorno, es importante tomar nota de que la visión retrospectiva de las cosas, siguiendo con Kahneman, “inventa relatos sobre el pasado” para dotar de sentido a nuestro presente. Por eso, “cuando sucede algo que no hemos predicho, inmediatamente ajustamos nuestra visión del mundo para dar en él acomodo a la sorpresa”.
Así, como me dijo sabiamente María Teresa, no hay nada más que hacer que tener paciencia. Esperar, pues por mucho que se enoje su marido con la realidad y por mucho que nos frustremos todos nosotros, son demasiadas las variables y es demasiado lo que ignoramos ignorar.
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