Cada innovación tecnológica trae consecuencias que exceden, y sorprenden, a sus diseñadores. La masificación del control remoto provocó el fenómeno del zapping; los teléfonos inteligentes están afectando la vista y la posición del cuello de los usuarios; las aplicaciones de GPS, como Waze, están disminuyendo el natural sentido de la orientación de las personas y, de seguro, en pocos años tendremos una generación incapaz de llegar del punto A al B, sin la ayuda de un dispositivo, por más que entre ambos haya apenas 200 metros de distancia.

El VAR no podía ser la excepción. Acá no vamos a discutir su efectividad en los cobros, ni los problemas que causan la disparidad de criterios que vemos entre quienes lo manejan. No es el tema los offside nanométricos o el pantone de interpretaciones que tiene cada mano en el área. Eso se puede perfeccionar siempre y estaba dentro de los márgenes de la instalación del sistema. No, el efecto colateral profundo y que está transformando la dinámica del juego no es que haya más o menos justicia dentro del campo, es que la disposición mental del jugador es muy distinta en un partido con VAR y otro sin el sistema.

Con el VAR, los jugadores se están volviendo cada vez más crispados, con los nervios en tensión, escrutando cada rebote en el área, cada roce que sea factible de penal o con los pelos parados después de convertir un gol ante la inminente ceremonia de que si hubo offside o cualquier detalle que pueda anular la jugada. Es un estado de histeria e incomodidad, donde las situaciones polémicas quedan flotando en el aire y, si el cobro no es el esperado, el jugador se queda atrapado sicológicamente en la jugada. Incluso después de terminado el duelo. Es un empantanamiento mental.

Al contrario, en los partidos sin VAR, en la mayoría de los casos, el jugador pasa de página de manera rápida ante cada jugada polémica. Si no se cobra, sigue en lo suyo y la jugada se va diluyendo en la memoria. Hay más fluidez en el juego y menos intervención del árbitro. Se preocupan más de jugar y muchos menos de vigilar y reclamar. En el triunfo de Audax sobre Bolívar el martes pasado por la Sudamericana, hubo un clarísimo penal de Jorge Henríquez sobre Marcos Riquelme con el marcador empatado. Clarísimo sí, pero en la repetición de la jugada por televisión donde se ve que el audino barrió al ariete argentino, una vez que este último remató sin potencia a las manos de José Antonio Devecchi. Pero en la cancha nadie se dio cuenta, menos Riquelme que lamentaba el gol que se había perdido y no acusó recibo de la falta violenta que había sufrido. No hubo reclamos, Fernando Espinoza, el árbitro, tampoco vio nada por lo rápido de la acción. Terminado el partido, con la derrota injusta por lo visto en la cancha, el técnico del Bolívar, el histriónico Walter Flores, no usó la jugada en cuestión para justificar la derrota.

Creo que llegamos a un cruce de caminos complejo. Futbolistas crispados e irritatados con mayor cobertura y control en los cobros o futbolistas enfocados y dóciles, preocupados de jugar pero más expuestos a los errores de los árbitros. No hay elección posible en todo caso, el VAR va a ser instalado a todo nivel en poco tiempo. La histeria en la cancha no tiene retorno.

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