El derecho a tener buenos profesores, no solo tenerlos

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El día de ayer se ha aprobado la ley que pospone el incremento de puntaje PSU mínimo y/o de ranking para estudiar pedagogía, que correspondía implementar el año 2020. El argumento: el déficit de matrícula que se generaría por la medida, con el consiguiente posterior déficit de profesores.

Estudios de Ávalos & Valenzuela (2016) y Valenzuela & Sevilla, (2013) mostraban que ya en la primera década de los 2000 más del 40% de los profesores abandonaba la profesión antes del 5° año de ejercicio. Y aún así no tenemos todavía déficit de profesores (excepto históricamente en disciplinas como las matemáticas o la física, y en las zonas más extremas del país), aunque se proyecta. Tenemos profesores, pero ¿estamos seleccionando a los que obtendrán el mejor provecho de la formación y les estamos garantizando la mejor formación posible?

Por décadas las carreras de pedagogía no tuvieron requisitos de ingreso ni regulación alguna sobre la formación, con los nefastos efectos que todos conocemos, y de dicho escenario pasamos a consensuar la exigencia de 500 puntos PSU y/o ubicación en el 30% mejor de su curso, desde el año 2017 tras la promulgación de la Ley de Desarrollo Profesional Docente. Este incremento sería progresivo, llegando el 2020 a 525 puntos y/o ubicación en el 20% superior, y el 2023 a 550 puntos y 10% del ranking. El acuerdo fue controversial. Algunos -basados en recurrentes hallazgos de investigaciones- defendíamos la necesidad de aumentar los requisitos de ingreso y asegurar así un piso estructural sobre el cual fuese provechosa la formación inicial docente, mientras otros alertaban acerca del déficit de profesores que esto provocaría en el mediano plazo, pues disminuiría la cantidad de postulantes.

Esta regulación de la selección fue un logro político de gran relevancia, que hoy vuelve a ser puesto en entredicho. Pero por sobre todo, atenta contra el desarrollo de una profesión estratégica para el país, pues se opta por una solución popular que alegra las cuentas de las universidades y muestra corta vista al privilegiar la matrícula en estas carreras (con su consiguiente financiamiento a las instituciones que las imparten) sin contemplar una eventual fórmula diferenciada por zonas geográficas y especialidades, omitiendo acciones de recuperación del prestigio social de la profesión y de aseguramiento la calidad de formación que ofrecen los programas formativos y la capacidad efectiva que tienen para lograr que sus estudiantes hagan uso provechoso de los procesos formativos cuando ingresan a estudiar con un nivel insuficiente de desarrollo de capacidades para ello.

Los desafíos que enfrentan las instituciones formadoras al recibir estudiantes con bajo nivel de desarrollo de capacidades básicas es un cuello de botella mayoritario, cotidiano y sin resolver para los programas formativos. En este escenario, se obligan a realizar su tarea formativa en la medida de lo posible. Es decir, si debían lograr 100, sus esfuerzos (que ya son complejos y débiles tanto por la heterogénea y cuestionable calidad de los cuerpos formativos como por la dudosa capacidad de los itinerarios de resolver los problemas de la educación escolar y a la vez formar profesionales competentes) entonces logran tal vez 50, y con grandes diferencias entre sus estudiantes, ajustan sus exigencias y egresan profesores con muchas debilidades profesionales, quienes sin duda han hecho avances significativos desde el inicio del proceso formativo, pero insuficientes para el ejercicio profesional.

Una decisión como la de aplazar el incremento del puntaje mínimo nos mantiene entrampados en este círculo vicioso. ¿De qué nos sirve tener nuestras escuelas y aulas con la cantidad de profesores y profesoras necesarias si esos profesores no están apropiadamente preparados para enseñar? Porque su educación escolar fue precaria, y porque los itinerarios formativos no fueron capaces de compensar esas debilidades y titular profesores idóneos.

¿De qué nos sirve este aplazamiento sin un paralelo despliegue de esfuerzos por revalorizar socialmente la profesión y ofrecer el nivel de calidad que se requiere? Deberemos seguir esperando para que nuestro sistema educativo se decida a dar un salto, deberemos esperar todavía 3 años más para dar el importante paso que habíamos acordado dar hoy para avanzar en el mejoramiento de la profesión.

En lugar de elegir la solución más simple y popular: asegurar matrículas a las universidades y plazas de trabajo cubiertas, sin cuidar cómo, parece razonable dirigir esfuerzos a iniciativas concretas que aseguren la calidad del sistema de formación de profesores. Optar realmente por seleccionar a los mejores y garantizar una formación apropiada -como hacen los sistemas que usamos como referentes-, además de trabajar con seriedad en políticas de recuperación del prestigio social de la profesión, a lo que flaco favor hace la mantención de bajas exigencias de puntajes que bien pudieron ser diferenciadas según zona geográfica y especialidades, en lugar de dilatar innecesariamente la implementación de medidas que generen condiciones para el mejoramiento global del nuestro sistema educativo y de formación docente.

Esperemos que estos 3 años sean una oportunidad colaborativa para perfeccionar la ley e implementar acciones que permitan reposicionar la profesión y poner el foco en la formación de calidad. Se requieren iniciativas coordinadas, esfuerzos, financiamiento y planes concretos o en 3 años estaremos en la misma situación. El simple aplazamiento es totalmente insuficiente y extiende el problema

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