Desde Quintero a Escazú: la necesidad de pensar la gestión participativa del riesgo.
El 13 de octubre se conmemoró el Día Internacional para la Reducción de los Desastres. La acción humana es un factor que puede aumentar o disminuir las vulnerabilidades y, con ello, el impacto que las amenazas naturales generan en el territorio. Directa o indirectamente, las sociedades se encuentran relacionadas más allá de sus propias fronteras en lo que refiere a la gestión de riesgos de desastres como en la mitigación de los efectos del cambio climático. Los desastres no respetan límites nacionales o administrativos.
En septiembre de 2015, Chile -en conjunto con otros 192 países- se comprometió con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas: una estrategia mundial que nos compromete como nación hasta el año 2030. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible son una de las tanta tratativas desde los organismos internacionales que buscan generar condiciones para vivir en un mundo con un desarrollo sostenible, disminuyendo riesgos de emergencias y desastres y mitigando situaciones por demás negativas.
Chile, lo sabemos bien, está expuesto a múltiples amenazas relacionadas con la naturaleza. También, a una serie de decisiones y no-decisiones en el plano legislativo, normativo y de la planificación social que pueden generar o amplificar vulnerabilidades.
Por décadas se ha negado la existencia del cambio climático. Hoy no sólo es innegable, sino que vivimos crecientemente sus consecuencias. De acuerdo al último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), mantener las metas comprometidas respecto del calentamiento global "requeriría cambios rápidos, de amplio alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad". Las problemáticas del clima y los desastres asociados afectan al ecosistema como un todo, incluyendo -por ejemplo- al comercio internacional.
Resulta difícil pensarnos por fuera de la comunidad global, cuando reivindicamos el libre comercio y apoyamos una serie de acuerdos de cooperación –mas no de integración- regional. Pero ello, parece imposible para algunos actores en temáticas ambientales, creyendo que meras decisiones nacionales pueden protegernos plenamente y a largo plazo. Basta observar décadas de zonas de sacrificio humano–ambiental, las carencias para encontrar respuestas oportunas y las resistencias aún presentes para integrarnos a un desarrollo sostenible.
El acuerdo de Escuazú (que aún no hemos firmado, permite el acceso a la Información, facilita la participación pública y propicia el acceso a la justicia en asuntos ambientales: a partir de éste podríamos integrar una mirada preventiva y de justicia territorial, pensada desde ese multilateralismo que reivindicamos en otros planos. O bien, podemos refugiarnos en un nacionalismo pseudo-protector, obviando las evidentes características comunes que presenta nuestra región (altos grados de centralismo, amplia desigualdad, concentración de la riqueza, exposición al cambio climático, entre otras).
Todo se encuentra profundamente vinculado: Los Objetivos de Desarrollo Sostenible, la firma del acuerdo de Escazú, las zonas de sacrificio ambiental, las consecuencias del cambio climático y la propia forma en que afrontamos las relaciones exteriores deben ser mirados en una perspectiva integradora, sistemática y transdisciplinar.
En ese sentido, buscando generar propuestas de acción, desde la Universidad pública hemos tratado de construir un espacio de convergencia entre distintas áreas del conocimiento intentando ser un aporte a la complejidad que deviene de un mundo en cambio acelerado por la acción humana. CITRID es solo un avance en la necesidad de generar no solo acuerdos interdisciplinares sino que intersectoriales urgentes para disminuir el riesgo de desastre en una región de alta desigualdad y consecuentemente, de alta vulnerabilidad.
Un pensamiento escindido puede resultar un verdadero desastre.
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