Disposición a obedecer
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Por Juan Manuel Garrido, director Doctorado en Filosofía U. Alberto Hurtado
Durante la pandemia, los movimientos antivacunas han crecido en popularidad. No sorprende que informaciones falsas, aunque fáciles de entender y de comunicar ejerzan mayor atractivo que las verdades incompletas, transitorias y costosas que se obtienen a través del estudio, la observación y el análisis. Preferimos contemplar conspiraciones que avanzar a tientas. Es muy notable que las sociedades democráticas formen a sus ciudadanos desde pequeños y masivamente con herramientas de las ciencias, las artes y las humanidades.
Formar ciudadanos por medio del conocimiento supone admitir que la curiosidad, la pregunta y la crítica son instrumentos valiosos en la vida democrática. Nuestra subsistencia pasa por dudar de nosotros mismos y de las ideas que nos hacemos del bien común. La duda a veces nos pesa y somos proclives a reprimirla si produce miedo, pero en general nos las arreglamos bien para existir así, en el permanente autocuestionamiento. No es casual que la democracia y la ciencia como idea (aunque no, desde luego, como práctica) hayan surgido más o menos al mismo tiempo y en el mismo lugar.
Aunque lo hagan de una manera burda, los movimientos antivacunas ponen de manifiesto una actitud bastante generalizada que amenaza con frecuencia el funcionamiento de las democracias. El miedo a enfermar y a morir nos colocó, a muchos, en la dócil disposición de obedecer a procedimientos y calendarios; pero en general nos cuesta obedecer. Esta desobediencia no necesariamente emana de la duda y la crítica a las que nos entrena el conocimiento. A veces emana simplemente de nuestra tendencia a suponer que las reglas son superfluas o que se necesitan solo para ordenar la conducta de los demás.
Nosotros vivimos en la certeza de nuestras propias intenciones. Atribuimos lo que somos y hacemos a un conjunto consistente de intereses que intuimos directamente o inferimos a través del raciocinio. Nos ponemos a disposición de los otros en la medida en que ello coincide con el interés propio. Aprendimos a dudar del bien común, pero no renunciamos a derivarlo del procesamiento participativo y deliberativo de nuestros intereses individuales. A nuestros ojos, una norma que no refleje nuestro interés de forma directa o derivada carece de legitimidad. De ahí, quizás, la obsesión por vigilar el origen de las reglas y el espíritu de las leyes. La mera obediencia exaspera.
El desafío democrático pide suspender, a ratos, mi interés personal, incluido el interés genuino y honesto en participar en la construcción de lo que tengo o tenemos por un mundo mejor y más justo, y limitarme a colaborar a que las cosas, simplemente, funcionen lo mejor posible, sobre todo en tiempos de angustia y emergencia, en que se necesita que las cosas funcionen, aun si no sabemos si conducen o no al mejor de los mundos. Obedecer es la disposición a compartir el riesgo y la duda. Condicionar mi obediencia a la disponibilidad de sentido y certezas equivale a restarme de la construcción solidaria de la vida democrática. La obediencia, aparte de libre y soberana, es básica para la legitimidad de cualquier democracia. No así la desobediencia fundada en certezas personales o colectivas.
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