El Banco Central y la Constitución
Por Gonzalo Martner, economista y profesor titular de la Universidad de Santiago
Es muy posible que a partir de abril próximo, una convención elegida redacte una nueva Constitución. Ésta incluirá definiciones de orden económico, las que debieran ser relativamente pocas. Corresponde a los órganos de gobierno democráticamente constituidos conducir la política económica y dar cuenta de ella ante el Parlamento, la opinión pública y los actores sociales. Ninguna corriente política debiera pretender imponer en la Constitución algún modelo de política económica particular, pues eso le corresponde determinarlo periódicamente a los ciudadanos.
La Constitución debe limitarse a establecer la organización de los poderes públicos y enunciar los deberes y derechos fundamentales de las personas, derechos cuya estabilidad debiera garantizarse no mediante quórum supramayoritarios, sino mediante la obligación de que dos legislaturas sucesivas aprueben futuras modificaciones. Los quórum supramayoritarios simplemente no son democráticos, porque otorgan un poder de veto a las minorías.
Una discusión en la materia será el tema de los derechos sociales, aunque pocos toman nota que con la modificación de 1989, que incluyó la prevalencia sobre la ley interna de los tratados internacionales firmados por Chile, ya rige en la actualidad el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, firmado por Chile en 1969, ratificado por el Congreso en 1972 y vigente desde 1976. Una lectura atenta de ese tratado indica que no pareciera necesario abundar mucho más en una nueva Constitución en la materia, especialmente si se agregan los temas ambientales y de derechos de la mujer establecidos posteriormente en otros tratados internacionales suscritos por Chile.
Siguiendo este razonamiento, la nueva Constitución no debiera mencionar el estatuto del Banco Central. Éste debiera mantenerse en el marco de la ley. La preocupación de los economistas neoliberales, cuya fe en la democracia es un tanto limitada, es dejar en piedra, ojalá con un quórum de 150%, que el Banco Central es autónomo del Poder Ejecutivo elegido por el pueblo. Probablemente habrá quienes querrán agregar que también lo sea la autoridad fiscal y tributaria. La idea es que “los políticos son irresponsables y la Constitución debiera impedirles serlo”. Subyace en este campo la idea de Jaime Guzmán: cualquiera sea el que gobierne, los cerrojos constitucionales debieran imposibilitarles llevar a cabo las políticas en función de las cuales fueron elegidos. El tema es que precisamente para salir de esa lógica del veto en nombre de principios impuestos por una minoría con poder es que se someterá a decisión de los chilenos el 25 de octubre próximo tener o no una Constitución que encauce la participación democrática, en vez de impedirla.
Por lo demás, el récord del Banco Central deja mucho que desear, dado un sesgo con frecuencia deflacionista de su política monetaria y un manejo del tipo de cambio que no protege de las fluctuaciones. El dogma de que el Banco Central no debe financiar al gobierno acaba de caer con la aprobación de una reforma que autoriza la compra de bonos gubernamentales en mercados secundarios, lo que debiera extenderse en el futuro a la compra directa para enfrentar situaciones como la actual.
Una futura reforma a la ley debiera, para evitar el sesgo deflacionista, extender el mandato no solo al control de la inflación, sino también a la estabilidad financiera y al pleno empleo (como en Estados Unidos). Se aseguraría así una mayor complementariedad de las instituciones, pues la economía es una sola. La política económica requiere de coordinación institucional y de interlocución con los actores de la economía. Esa es la visión moderna, y no la de aferrarse a dogmas superados por los hechos.