El Chávez brasileño
Un ex militar con antecedentes por subordinación está a punto de ganar la presidencia. Presentándose como un outsider, con soluciones simples y un discurso mesiánico, derrota a los partidos políticos tradicionales, desprestigiados por la extendida corrupción, y por su impotencia ante la criminalidad y la crisis económica. Muchos temen que su autoritarismo ponga fin a más de tres décadas de régimen democrático, pero pese a ello es apoyado por segmentos de la élite política, empresarial y militar, que lo suponen dócil a sus propios intereses.
¿Brasil, 2018? Sí, y también Venezuela, 1998.
Cuando Hugo Chávez ganó la presidencia de Venezuela, recibió calurosas loas de un ex militar devenido parlamentario por Río de Janeiro. «Es la esperanza para América Latina y me encantaría que esta filosofía llegase a Brasil», declaraba en 1998 el diputado Jair Bolsonaro.
La similitudes entre ambos son profundas, y muy útiles para demostrar cuánto tienen en común los autoritarios de cualquier color, y cómo la guerra de trincheras de redes sociales entre «zurdos» y «fachos» funciona como cortina de humo para la verdadera distinción: aquella que separa a los auténticos demócratas de los que lo son sólo dependiendo de las conveniencias.
Uno de los autores del bestseller «Cómo mueren las democracias», Steven Levitsky, ha bautizado a Bolsonaro como el «Chávez brasileño». «Él es más abiertamente autoritario que Chávez, Fujimori, Erdogan u Orban. Ninguno de esos políticos abrazó la dictadura como lo hace él (…) es una amenaza única a la democracia brasileña».
Como recuerda el libro de Levitsky, Hugo Chávez llegó a la presidencia en una elección democrática, pero nunca fue un demócrata. La vía electoral fue su plan B para hacerse del poder, después de fracasar su proyecto original: el golpe militar que lideró en 1992.
Ya instalado en la presidencia, ocupó el mismo manual de Hitler, Mussolini, Fujimori, Ortega y tantos otros: hacerse del poder por la vía legal, y luego usarlo para desmontar desde dentro la democracia, en muchos casos contando con un importante apoyo popular para ello. Es que la democracia -habrá que insistir una y otra vez en ello- no es sólo «que gobierne el que tiene más votos», sino que lo haga respetando los poderes y derechos de las minorías, esas que según Bolsonaro «deben inclinarse ante las mayorías».
No sabemos si Bolsonaro seguirá el camino de Chávez, o tal vez el de otro de sus ídolos, Alberto Fujimori, un outsider que dio un rápido autogolpe para deshacerse de los molestos corsés democráticos. Sí sabemos que, si lo hace, nadie podrá darse por sorprendido. Él mismo advirtió que si fuera elegido presidente, sin «la menor duda», «cerraría el Congreso y daría un golpe el mismo día». También dijo que los problemas de Brasil sólo se solucionarán «cuando partamos a una guerra civil, y haciendo un trabajo que el régimen militar no hizo, matando unos 30 mil, comenzando por (el entonces presidente) Cardoso».
La romería de políticos derechistas chilenos, que parecen haber descubierto su nueva Meca en Río de Janeiro, los desnuda en sus convicciones más íntimas. O mejor dicho, en la falta de ellas. Tal como quienes hicieron por años a Caracas objeto predilecto de sus rezos, minimizando la deriva dictatorial de Venezuela tal como hoy se minimiza el prontuario verbal del diputado Bolsonaro.
Después de todo, Bolsonaro sólo ha hablado, dicen encogiéndose de hombros sus partidarios. Esa normalización de los aspirantes a autócrata tiene una historia larga. En 1922, el New York Times tranquilizaba a sus lectores asegurando que «el antisemitismo de Hitler no es tan genuino o violento como suena, y que él solamente usa la propaganda antisemita como un cebo para atraer masas de seguidores».
El verbo es el primer instrumento de la política, y la legitimación de un discurso de odio ya provoca violencia sobre la población más vulnerable: minorías sexuales, mujeres, afrodescendientes, indígenas e inmigrantes (la «escoria del mundo», como los llamó Bolsonaro en 2015, nombrando específicamente a haitianos, senegaleses, bolivianos y sirios).
El ejercicio, entonces, resulta útil. Tal como la tiranía de Maduro divide aguas entre nuestra izquierda democrática y aquella que no lo es, las romerías a Río cumplen igual función en la derecha. Tomemos papel y lápiz y anotemos de qué lado está cada uno.
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