El combo emocional de los chilenos: estallido social y cuarentena
Nada está nunca acabado. Basta un poco de felicidad para que todo vuelva a empezar (Émile Zola).
Meses atrás, en octubre del 2019, escribí un artículo llamado ¿Por qué reaccionamos como reaccionamos frente a las crisis sociales?, pues la idea controladora de ese entonces era darle un poco de estructura y sustento teórico al caos emocional que vivimos por meses gran parte de los habitantes del territorio nacional.
Aunque ahora parezcan sucesos lejanos, recuerdo que para mis clientes los meses finales de 2019 no les daban respiro y que tras unas fiestas navideñas y un año nuevo cargado de esperanzas e incertidumbres, esperaban con ansias que el verano trajera nuevos aires.
Con el calor efectivamente bajó la intensidad, pero aún en el relajo de sus destinos veraniegos, mis clientes, de tanto en tanto, eran invadidos por inevitables pensamientos sobre las promesas o amenazas de que las movilizaciones se reactivarían en marzo con mayor entusiasmo o violencia.
Así, la mayoría de los chilenos salimos de nuestras casas con ganas de desconectarnos y de cargarnos de energía para un 2020 que prometía agitación, sin nunca imaginar que terminaríamos en un encierro forzoso.
En un cambio de estación pasamos, por decirlo de alguna manera, de acontecimientos sociales que ya son parte de la historia de Chile, a una pandemia que será estudiada en los grandes libros de la historia universal por futuras generaciones.
Cuarentena mundial
Claramente ya no estamos frente a un fenómeno social que cautiva a políticos, sociólogos y estudiantes (y que alarma a empresarios, religiosos y economistas), sino que vivimos una verdadera crisis mundial, donde está todo y estamos todos involucrados. Educación, salud, economía, comercio, servicios, negocios grandes, negocios chicos... todo tambalea y nuestros cerebros retumban dentro de nuestra bóveda craneal.
Esta agitación global obliga a nuestra psiquis a buscar estrategias para lidiar con la incertidumbre, y en esta confusión ya destacan algunos jugadores de póker que apuestan temerariamente, mientras otros esconden sus cartas para irse a llenar la despensa. Muchos, desesperados, corren de un lado de su pieza a un extremo del living, abrumados por los inciertos y contradictorios anuncios del fin del capitalismo, de la reivindicación ambientalista, del renacer de la colaboración, del salto espiritual o de la policía paranoica que aprovecha esta crisis para sacarnos toda nuestra información.
De repente, me dice un cliente, “todos somos víctimas del síndrome de Estocolmo y queremos que nuestros secuestradores nos sometan a mayores restricciones por nuestro propio bien. Hemos perdido voluntariamente todas nuestras libertades, vigilamos a nuestros vecinos y queremos que controlen las fronteras para que no se nos cuelen los inmigrantes infectados. Vaya mundo el en que estamos viviendo”.
Estos torbellinos informativos hacen que mis clientes sientan, de forma extraña e incómoda, que son protagonistas de momentos históricos, histéricos, aburridos y desesperantes.
“Es muy rara esta cosa. Hace poco mi hermano fue papá. Por suerte no vive en Santiago, pero igual fue súper estresante. Mis papás estaban mal, por primera vez los vi tristes y yo terminé enojado con mis hijos porque no pescaban nada. Yo les mostraba a su primo y ellos verdaderamente lo único que hacían era mirarse a ellos mismos en la cámara. Eso fue un martes y el sábado murió mi tío, el hermano mayor de mi papá, quien vivía en un hogar. Fue terrible. Mi viejo y mis primos están devastados y al final no fui al funeral por solidaridad con mi papá y terminamos con mis viejos y mis hermanos viendo la misa por zoom. Fue loquísimo, pues era la hora de almuerzo y tras media hora de aguantarme, apagué la cámara para que no me vieran y fui a la cocina a calentarme un plato en el microondas. Así, empecé a almorzar mientras escuchaba al cura y miraba la cara descompuesta de mi papá. Podrá ser una webada, pero me tuve que servir una copa y brindar por mi tío. En silencio. Solo”.
Agotados de navegar en oleadas emocionales de miedo, rabia, pena e impotencia, varios de mis clientes oscilan entre un entusiasta activismo -usar, comprar y probar nuevas herramientas que abren nuevas posibilidades- y una pasiva resignación por todo lo que daban por descontado.
Aníbal, un estudiante universitario de 20 años, me dice que todos los días pelea Apolo contra Baco: “Un día gana el estudio y el deporte, otro los juegos y las series en cama. Pero lo que más me da rabia es que cuando me bajoneo, le doy rienda suelta al teléfono y me paso horas buscando explicaciones científicas, memes y distracciones espirituales que siempre terminan deprimiéndome. No aprendo, es una mierda esta webada, pues se como empieza, como avanza y como termina. Parto revisando noticias oficiales y al poco andar reviso los comentarios y caigo fácil en esto de buscar culpables. Para no amargarme, me paso a las historias que glorifican a los profesionales de la salud y tras un par de minutos de buena onda, recaigo en los comentarios contra todos los males del mundo, lo que inevitablemente termina contaminando hasta los lugares más aislados, pulcros y sanitizados de mi casa”.
En estos asfixiantes contextos, la pregunta que le surge a muchos de mis clientes es cómo lidiar con tanta emoción al mismo tiempo o como sobrevivir a la indiscriminada sucesión de ellas, pues las personas poco acostumbradas a los cambios bruscos y a la agilidad emocional, lo están pasando mal.
Elena, de forma irónica, me dice que cuando va el supermercado está tan nerviosa, que para tranquilizarse se imagina que va a comprar paz, seguridad, estabilidad y armonía. El problema es que cuando llega a la caja, la señorita que la atiende en su fantasía, le dice que de esas emociones ya no quedan, pero que puede revisar el pasillo de las teles y las redes sociales y que allí seguro encuentra miedo, rabia y pena. Por suerte, me confiesa, llegando a su casa y tras lavarse frenéticamente las manos y desinfectar todo lo que compra, siente que por fin su cabeza descansa.
¡Estoy muy loca desde octubre!
Así, el resultado de este doble combo emocional (estallido social + coronavirus) es que muchos de mis clientes deambulan por sus casas y por las redes con un estado anímico errático, lábil e irritable, cuyos efectos podrían traducirse en una indigestión emocional, ya que las crisis, como nos enseñaba Eric Miller (1924-2002), aparte de ser verdaderas "oportunidades para reflexionar, cuestionar e innovar", también nos paralizan y activan nuestras más primitivas necesidades de seguridad y dependencia.
Finalmente, entre risas, tragos y reuniones virtuales, Cristina intenta sobrellevar los fines de semana, pues reconoce que últimamente se le están haciendo eternos.
“En la semana ya me manejo. Entre la pega y los niños, no tengo tiempo para pensar, pero si no fuera por esas copas de más, no podría dormir nada los fines de semana. Da igual a la hora que me acueste, de viernes a lunes mis noches son malas. Más encima el desgraciado de Manu, después de varios tragos, ronca a pata suelta apenas toca la almohada y me desvelo pensando en todo lo que podría haber sido peor, para sentirme mejor. Agradezco tener un trabajo que odio pero que me sigue pagando, un marido que ronca, pero que al menos me acompaña, un colegio que pago, pero al que no van mis hijos y unos padres que aunque no veo, están sanos. Pero no todo es tan malo. Lo bueno bueno es que hace un mes que descanso de mis suegros y de los asados con los amigos del Manu y ahora mis hijos tienen a un papá más presente”.
De repente, Cristina se queda callada y entre risas y unas pocas lágrimas me dice… “¿te acuerdas cuando te dije que mejor paráramos el coaching hasta que las cosas se normalicen? Que ingenua. Nunca me imaginé que esto iba a durar tanto, que iba a retomar las sesiones y que igual te iba a seguir pagando”.
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