El deber ético de dialogar
Por Juan Larraín, Instituto de Éticas Aplicadas, Pontificia Universidad Católica de Chile
No cabe duda, nuestra sociedad está altamente polarizada. Polarización que es mucho más que un simple desacuerdo, ya que implica el desarrollo de sentimientos negativos respecto del que piensa distinto, generando la formación de grupos homogéneos a los que les es muy difícil dialogar con quienes piensen diferente.
Nuestro proceso constituyente ha sido un caso de discusión polarizada, que se percibe en un ambiente marcadamente confrontacional entre los propios ciudadanos. En estos tiempos ha sido frecuente saber, y participar, de conversaciones entre familiares, amigos o colegas en que las opiniones se dividen entre dos facciones opuestas, aparentemente irreconciliables. Sumado a ello, las plataformas virtuales han profundizado este fenómeno.
En este contexto, es interesante constatar que la plataforma Tenemos que hablar de Chile, desarrollada por la UC y la U. de Chile, en su encuesta del año 2021 muestra que más del 80% de la población “prefiere a líderes políticos que privilegien los acuerdos” y considera que “dialogar ayuda a resolver los conflictos”. Por el contrario, en la Encuesta Bicentenario UC de ese mismo año, sólo un 27% manifestó tener una alta disposición a dialogar con aquellos que son distintos. Esa misma encuesta además refleja una mayor vocación de los jóvenes por el diálogo.
Al parecer entonces, la gente reconoce la necesidad e importancia del diálogo, pero no está dispuesta a practicarlo. ¿O tal vez no sabe cómo hacerlo en un entorno ya polarizado? Para el devenir de Chile, buscar el diálogo a todo nivel es un imperativo ético, además de una necesidad país. Para esto podemos desarrollar hábitos que favorecen el diálogo en sociedades polarizadas (Blankenhorn, 2022).
Lo primero, y quizás lo más importante, es desarrollar el hábito de nunca dejar de conversar. La vida en sociedad requiere que no se detenga o se quiebre la conversación fruto de pensar distinto. Las relaciones sociales exigen una disposición a mantener el diálogo con todos quienes que estén disponibles. Cuando se discrepa, es mejor partir interactuando sobre la base de algo que se comparte, por ejemplo, la búsqueda de lo mejor para nuestro país. También favorece el diálogo el centrarse en aquellos desacuerdos que se originan por una tensión entre bienes que es necesario jerarquizar en vez de perpetuar una discusión entre propuestas que se consideran irreconciliables.
Para poder dialogar en contextos polarizados también ayuda evitar los pensamientos binarios que llevan a dos posturas mutuamente antagónicas. Dividir el mundo en dos conduce rápidamente a la idea de buenos y malos, algo que es urgente de descartar. Estas divisiones tienden a ser muy simplistas, e inducen a desacuerdos que, vistos en profundidad, eventualmente ni siquiera existen. Pasado el plebiscito, este ya no nos impondrá una decisión binaria, lo que podría favorecer la posibilidad de dialogar.
Finalmente, es clave dar espacio a la duda personal, cuando no se trate de derechos fundamentales o que atenten abiertamente en contra de nuestra propia conciencia, abriéndonos así a la posibilidad de que la postura propia pueda estar, quizá en parte, errada. La propuesta es evitar los postulados categóricos, buscando matizar nuestras opiniones para abrirnos a la posibilidad de que puedan ser perfeccionadas como parte de un diálogo democrático. En otras palabras, la invitación es a practicar la virtud intelectual de la apertura mental.
Aunque no es tarea fácil, podemos intentarlo. Es cierto que lo que hemos vivido de cara al plebiscito ha implicado que cada uno tome una posición entre dos alternativas antagónicas. Sin embargo, el ejercicio del diálogo en las líneas descritas ayudaría a comprender y respetar por qué el otro piensa distinto. Estas recomendaciones incluso pueden ser un camino más eficiente y eficaz para convencer a los demás sobre nuestra postura, y así encontrar caminos conjuntos para decidir el futuro de Chile.
Estamos en condiciones de evitar una polarización que muchas veces es utilizada como estrategia de movilización política. Ella produce segregación, afecta la confianza y la empatía, degrada la discusión pública, la ciudadanía e incluso el intelecto, ya que, en vez de enriquecernos con miradas diferentes, profundizamos nuestras distancias hasta hacer imposible la comunicación.
Por eso, mantener el diálogo y expresarse adecuadamente dejan de ser solo un derecho y se transforman, en un deber de ética cívica para los tiempos que se avecinan.
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