El dedo acusador
Por Alessia Injoque, coordinadora Nuevo Trato
Apuntar con el dedo a lo peor de nuestros oponentes es casi un placer culpable, reduce la complejidad de la realidad y la discusión política pintando un mundo bicromático, fácil de entender e interpelar, que simplifica elegir un lado de la discusión y ganar algunos aplausos al tomar distancia de esas posiciones y actitudes. Pero no vivimos en una batalla épica entre buenos y malos, los insultos y descalificaciones a quienes sostienen posiciones del lado contrario nos hacen sentir bien, pero ayudan poco a nuestras causas.
Ocurrió en las elecciones del año 2016, cuando Donald Trump llevó su candidatura a extremos inesperados, incluso para la política estadounidense, llenando la contienda de expresiones machistas, racistas y xenófobas. En ese entonces, la candidata Hillary Clinton reaccionó señalando que la mitad de los seguidores de su oponente podían ser incluidos en una “cesta de deplorables”, frase que fue recibida con aplausos y risas entre el público presente.
La crítica de la candidata apuntaba a la fuerza que tomó el supremacismo blanco dentro de la candidatura de Trump, quien unos días antes se negó a tomar distancia del promotor del separatismo blanco y exlíder del Ku Klux Klan David Duke. Pero sirvió de poco la intención, esa cuña fue interpretada por muchos como la expresión viva del desprecio de la élite liberal por el pueblo y movilizó a la base republicana a favor del candidato populista.
En Chile atravesamos nuestro momento populista y con frecuencia las opiniones de la élite política, económica o cultural encuentran un público que les responde con hastío que “no entendieron nada”. La ira y el desdén solo crecen con cada frase que los desprecia por adherir a las candidaturas que encarnan sus frustraciones. De forma similar a lo ocurrido el 2017 con los “fachos pobres”, hoy son los “Giles” y los “bots” de Kast quienes con cada descalificación endurecen sus posiciones, en el momento de dolor que atravesamos les ponen el dedo acusador en la herida y convierten sus rabias y miedos en orgullo identitario.
Las candidaturas populistas presentan la ruptura del acuerdo tácito de respeto entre oponentes como un desafío al poder de las élites, a través de ese comportamiento se muestran como una posición auténtica respecto a una hipocresía cortés que disfraza el conflicto. Le hablan a un público agotado de las formalidades, que saborea la indignación, acusa una neoinquisición y se ríe de quienes señalan que “no es la forma”.
Nadie cambia de opinión por la condena de personas distantes, que describen realidades y reglas ajenas, y apuntan con el dedo acusador para forzar adherencia a valores aún en disputa. En lugar de hacer sentir inferioridad a quien no condena la violencia con suficiente convicción, no entiende completamente el feminismo o le falta vocación democrática, tenemos que acercarnos al origen de sus frustraciones, entender que esos problemas también son nuestros y mostrar un camino común.
Canalizar la rabia no es mérito suficiente para construir el futuro, las coaliciones políticas tienen la responsabilidad de limitar el acceso a candidaturas que no comparten mínimos democráticos, pero ese aislamiento no puede extenderse a adherentes y votantes. Avergonzar a quien piensa distinto y apoya una candidatura populista, después de todo, dice más sobre nuestras inseguridades que sobre la solidez de nuestras ideas y propuestas. Los populismos no aparecen espontáneamente ante la falta de virtud de sus adherentes, generalmente es al revés, están ahí por las falencias de políticos, instituciones y élites que dejaron de inspirar y se limitaron a condenar.
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