El derecho a (in) migrar: ¿debe estar en nuestra Constitución?



Por Lorenzo Agar, doctor en Sociología

Recientemente, un conjunto de organizaciones no gubernamentales, coordinadas por Chile – Migra, plantearon una iniciativa popular (la número 11.906), sobre el “Reconocimiento constitucional del derecho a migrar y de los derechos de las personas migrantes y refugiadas en Chile y de chilenos/as en el exterior”. Esta iniciativa consiguió 5.794 apoyos ciudadanos; insuficiente para ser directamente debatidos en la Convención Constitucional. Sin embargo, es muy probable que algunas de las ideas allí contenidas sean igualmente consideradas en la comisión de derechos fundamentales y luego en el pleno de la Convención.

Por esta razón, es importante plantear algunas reflexiones respecto de este asunto, más aún, cuando estamos viviendo, particularmente en el norte, una crisis social migratoria, que si bien ha tenido una expresión más acuciosa durante los años de pandemia, dado el cierre de fronteras y el ingreso irregular, tiene su origen en las políticas laxas, e incluso negligentes, que se iniciaron durante el segundo mandato de la expresidenta Michelle Bachelet. No está de más recordar, ya que muchos convenientemente lo olvidan, que la dupla Burgos / Aleuy en el Ministerio del Interior y Seguridad Pública fueron los principales responsables políticos de un conjunto de desaciertos originados en esos años, cuyas repercusiones las estamos viviendo dramáticamente hoy en día.

Uno de los aspectos que abordaré en esta columna trata de la idea expresada en la propuesta de norma constitucional 11.906. Esta señala:

“Toda persona tendrá derecho a migrar desde y hacia Chile, con sujeción a la Constitución, a las normas internacionales y a la vigilancia internacional establecida por la ONU en aplicación del Tratado de Roma. El derecho a la migración de toda persona será esencial e inalienable, garantizado sobre la base de los principios de igualdad y universalidad”.

Recordemos que el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) sobre libertad de movimiento prevé lo siguiente:

- Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.

- Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.

Una norma similar la encontramos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966, art. 12), cuando dice: “Toda persona tendrá derecho a salir libremente de cualquier país, incluso del propio”. Por su parte, La Convención Americana de Derechos Humanos (1969, art. 22), consagra el derecho de circulación y de residencia. Apunta: “Toda persona que se halle legalmente en el territorio de un Estado tiene derecho a circular por el mismo y, a residir en él con sujeción a las disposiciones legales”. Sin ir más lejos, la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares (1990) promulgada por Chile en 2005, hace notar claramente que los Estados nacionales mantienen la potestad de regular el ingreso de extranjeros que manifiesten interés en mudar de residencia en forma definitiva.

Es decir, una lectura simple y razonada nos indica que toda persona tiene el derecho humano de emigrar (salir del país donde ha nacido o reside); retornar a su país de origen y también de circular libremente al interior del país. En ningún momento se promueve la libertad de inmigrar, o sea, de escoger un país de destino y sentarlo como un derecho.

En resumen: la norma propuesta por la iniciativa impulsada por Chile – Migra al expresar, aparentemente en forma inocente, que nuestra nueva Constitución debiese garantizar el derecho a migrar hacia Chile, incorpora la posibilidad de que una persona de cualquier país pueda ingresar al territorio nacional arguyendo este principio constitucional. Esta idea viene rondando desde hace ya muchos años, cuando Unasur empieza a impulsar un discurso universalista respecto de las migraciones. Surge allí entonces la noción de ciudadanía sudamericana, ligado a la libre movilidad internacional de las personas, pretendiendo con esto menguar la relevancia de las fronteras nacionales. Esta idea se cristaliza el año 2002 con la aprobación del Acuerdo de Residencia Mercosur más Bolivia y Chile, como Estados asociados, el cual permite, efectivamente, la libre movilidad y asentamiento de personas entre los países mencionados. Ello, con menores requisitos para la obtención de la residencia. Chile lo firma el 2009, año desde el cual está en plena vigencia. Debemos subrayar que la nueva Ley de Migraciones respeta este acuerdo de residencia. Cabe además señalar que hace algunos años hubo serios intentos para que este acuerdo fuese ampliado hacia Perú, Ecuador y Colombia. Sin embargo, nuestro país no suscribió esa iniciativa.

De más está decir que la idea de incorporar el derecho a inmigrar en nuestra Constitución contraviene la nueva Ley de Migraciones aprobada por nuestro Parlamento en 2021 (hoy está a la espera de la aprobación del reglamento por la Contraloría General de la República, para que entre en pleno vigor), la cual presenta un conjunto de normas para asegurar una migración segura, ordenada y regular; agregaríamos, regulada y digna.

A pesar de la evidencia de que el derecho a la libertad de movimiento previsto en el artículo 13 de la Declaración de los Derechos Humanos hace referencia exclusivamente a la emigración, existen interpretaciones antojadizas, propias del momento “refundacional” que inspira a varios grupos políticos al interior de la Convención. Así, es posible que se intente integrar un inexistente derecho a inmigrar, el cual carece de todo fundamento jurídico y -¿valdrá la pena recordarlo?- de absoluto menosprecio por los conflictos sociales que se han generado como consecuencia de un flujo poblacional desorganizado, permisivo y explosivo entre el 2014 y 2019, que ha producido un aumento migratorio de 250 %. El 2020 y 2021, el saldo migratorio ha sido negativo por el cierre fronterizo producto de la pandemia, si bien se ha verificado un ingreso por pasos no habilitados de unas 40.000 personas, cuyo drama humanitario ha sido difícil controlar por parte del actual gobierno, y lo será también para el gobierno entrante, sin duda alguna.

La inmensa mayoría de países, en todo el mundo, regulan la entrada de personas, con mayor razón cuando éstas sí desean establecerse en forma permanente. Este hecho nunca ha significado que estos países, por ejemplo lo más desarrollados, que acaparan una proporción mayoritaria del flujo migratorio actual, hayan sido sancionados por no respetar los derechos humanos.

Huelga decir, aunque a veces es necesario para contrarrestar la intencionalidad política de confundirlo todo, que cuando se habla de migración regular no estamos contemplando el desplazamiento humano que vemos a diario en Europa (por ejemplo desde África o Asia fundamentalmente) o en EE.UU. (desde América Central principalmente), cuyo origen radica en las guerras, agudas crisis sociales o persecuciones religiosas o políticas. Eso es harina de otro costal y requiere por cierto una reflexión distinta al respecto.

Hace poco, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), a través de la oficina para América del Sur, ha publicado un completo y bien documentado trabajo a propósito de Constituciones Políticas y Migraciones en América Latina (agosto 2021). Es importante recordar que la OIM tiene un fluido canal de comunicación, trabajo conjunto y capacitación sobre el conjunto de oenegés que abordan el asunto migratorio y que operan en nuestro territorio nacional. Esto es, a nuestro juicio, de la mayor relevancia, toda vez que la voz de la OIM se escucha alto y fuerte en todo el ámbito de las oenegés y tiene un impacto que no se puede relativizar.

En el capítulo que habla sobre el derecho a migrar dice:

“Si bien el derecho de las personas a emigrar se encuentra plena y explícitamente consagrado en los pactos internacionales de derechos humanos, no ocurre lo mismo con el derecho a inmigrar, es decir, a ingresar en un país, con la correlativa obligación estatal de admitir el ingreso y conceder acogida a la persona. Este silencio se debe, en parte, a que en esta materia aún impera política, doctrinaria y positivamente, el concepto tradicional de la soberanía estatal”.

Destacamos que se expresa así un manifiesto reconocimiento a la diferencia entre el derecho a emigrar y el derecho a inmigrar, con lo cual coincidimos. No obstante, se menciona que las constituciones de Ecuador y México consagran el derecho de todas las personas a inmigrar; vale decir, a ingresar a esos países. A pesar de aquello, estos dos países –realidad obliga- han debido establecer visado de entrada a los venezolanos: Ecuador en agosto de 2019 y México en enero de 2022.

Entonces nos preguntamos: ¿Qué sentido tiene dar, en el caso chileno, un rango de norma constitucional al derecho de inmigrar, considerando la crisis social migratoria de tan amplias proporciones que llevará años resolver? ¿Cuál sería el propósito de incorporar el derecho a inmigrar en la constitución, si rápidamente deberá aplicarse la legislación migratoria que estará ya vigente o artículos transitorios necesarios para frenar esos u otros ingresos inesperados?

En definitiva, pensamos que la tentativa de añadir este derecho en la nueva Constitución es, como otros, un punto político basado en un interés espurio por cautelar las migraciones. No existe mayor resguardo de este fenómeno, sin duda positivo para todo país, que regular y ordenar las admisiones de personas extranjeras tal como lo propone el Pacto Mundial para las Migraciones. Un paso en falso que se dé en este sentido sería un error mayúsculo.

Las oenegés, reunidas por Chile – Migra lo saben perfectamente, pero prefieren guardar silencio, pues actúan con objetivos políticos y en ningún caso de protección de la armonía entre las diversas comunidades de extranjeros y nacionales. Les interesan las migraciones por encima de los propios migrantes. Buscan, a nuestro juicio, más bien generar tensiones a los Estados naciones, donde predomina el libre mercado y la democracia representativa, para así poder expandir las ideas “universalistas” de que todos somos ciudadanos de una misma tierra y que por lo tanto tenemos derecho a vivir donde cada cual lo decida. Como utopía parece magnífica, pero se basa en una realidad descontextualizada que no reconoce las diferencias históricas, culturales y de progreso social y económico entre las naciones.

La OIM tiene un extenso recorrido técnico y experiencia en distintos países del globo para poner de relieve las múltiples aristas en torno al fenómeno migratorio. Las oenegés la respetan y escuchan atentamente. Seguramente los convencionales también. Por esta razón creemos que es legítimo pedirle orientaciones precisas en esta materia, para evitar que se haga un uso equívoco de los conceptos y se tomen decisiones erróneas, las que Chile podría pagar por décadas.

En suma: no existe fundamentación alguna para incorporar el asunto migratorio en una nueva constitución. Aquello podría ser un incordio de complejo abordaje, más aún en tiempos en los cuales el movimiento internacional de personas se ha convertido en un hecho social de gran envergadura, que los países intervinientes en este proceso están abordando con mucha dificultad. No se avizoran, en este ámbito, tiempos calmos en el mundo, tampoco en nuestro país.

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