
El ejercicio del miedo

Cuando Bob Woodward tituló Miedo su libro sobre el primer gobierno de Donald Trump, buscaba sintetizar el sentimiento que sembraba la irrupción avasalladora de un aficionado en el sensitivo aparato del Estado de la primera potencia mundial. Muy poco de ese notable reportaje permitía divisar la extensión del miedo que seis años después ha expandido por el mundo desde el Liberation Day del 2 de abril, con su repartición masiva, aunque desigual, de aranceles vengativos contra países amigos y adversarios.
Trump cree que de esta manera empieza a reparar lo que los medios financieros han venido advirtiendo tras la crisis del 2008: el aumento sin precedentes de la deuda de Estados Unidos, originado (o expresado) en gigantescos déficit comerciales, emisión “incontrolada” por parte del Tesoro y un hoyo fiscal creciente. Si Estados Unidos fuese una empresa, estaría al borde del Capítulo 11.
Trump culpa de esta situación tanto a los enemigos de Estados Unidos como a sus aliados, a los vecinos y a los remotos, a los grandes y a los pequeños, a todos. Todos habrían abusado de los complejos y la generosidad de Estados Unidos. Su respuesta estratégica es desordenar, sembrar el caos y, sobre todo, hacerse impredecible. Repartir las cartas de nuevo, a su manera, la manera de un especulador.
Pero esta semana, quizás antes de lo que calculaba, tuvo que dar un paso atrás.
Probablemente es impreciso llamarlo retroceso; parece, más bien, otro regateo para ir seleccionando a un enemigo principal, que siempre ha sido China. Dado que el régimen de Beijing tomó represalias equivalentes, en menos de una semana Trump llevó los aranceles contra China desde 25% hasta 145%, una cifra completamente desproporcionada, que en la práctica desmantela el comercio de China con Estados Unidos.
Al mismo tiempo, anunció la suspensión por 90 días de todos los demás aranceles, en reconocimiento, dijo, a la voluntad de otros países de negociar en lugar de imponer represalias. Esto no es exacto: varios de los países exceptuados, incluyendo la Unión Europea, ya habían anunciado contramedidas y probablemente las aplicarán si después de los tres meses Trump insiste en las suyas.
¿Qué pasó? Primero, el caos se metió en su propio equipo, lo que se expresó, entre otras cosas, en el intercambio de insultos entre Elon Musk y Peter Navarro, el ideólogo de los aranceles.
Segundo, la reacción de pánico en los mercados posiblemente fue más lejos de lo esperado y tocó a grupos empresariales que forman la base de apoyo de Trump.
Tercero, numerosos países plantearon, en efecto, su disposición a revisar medidas aduaneras, barreras paraarancelarias y políticas cambiarias. Estas últimas son esenciales en la estrategia de Trump: se trata de aranceles o tipos de cambio. Si el dólar no se fortalece frente a las monedas locales, los aranceles persistirán. Trump quiere que el mundo le pague en inflación.
En cuanto a China, muchos analistas advierten que Estados Unidos no tiene lo que los militares llaman “el dominio de la escalada”, esto es, la capacidad de mantener la ventaja en un proceso de hostilidad creciente.
El déficit comercial de Estados Unidos ante China es de 263 mil millones de dólares, una enormidad: pero la economía china tiene sobreproducción, mientras que la de Estados Unidos tiene escasez. En breve: a China le sobran productos. Los asesores de Trump piensan que, no pudiendo venderlos, esos excesos terminarán por ahogarlos. Es una apuesta muy alta.
Y la sigue una pregunta clave: ¿En qué momento un país siente que la intención de asfixiarlo comercialmente se convierte en una amenaza existencial, el punto en que una guerra de tarifas se debe convertir en otro tipo de guerra? Cuando se trata de China, lo más obvio es pensar en Taiwán, que lleva 80 años amenazado como una provincia rebelde.
Pero, según explica Anne Applebaum en su libro más reciente, Autocracia S.A. (Debate, 2024), los regímenes totalitarios de hoy se mueven sin las referencias geopolíticas tradicionales y han mejorado sus capacidades para actuar en lugares inesperados.
Con sus pocos años, la actual década muestra movimientos de este tipo desde Venezuela hasta Azerbaiyán, desde Yemen hasta Cuba, desde Turquía hasta Zimbabue, una incesante actividad que pasa bajo los radares del interés público y que a menudo se rodea de una cínica retórica de la “autodeterminación”, en la que Rusia y China se han vuelto expertas.
¿Podría el frenesí trumpista desatar una guerra de gran escala? Por supuesto, pero esa no parece ser su intención. Quiere mantener la pistola sobre la mesa mientras hace sus apuestas, pero su objetivo es ganar, no disparar.
Esta semana, varios nuevos embajadores designados comparecieron ante el Senado para obtener su ratificación. La mayoría elogió a los países a los que fueron destinados, al revés de lo que ha hecho Trump durante sus nueve semanas en la Casa Blanca.
Paul Judd, designado para Chile (donde sirvió en los años 90 como misionero mormón), definió al país como “un socio de seguridad estratégica y económica”, actualmente amenazado por “organizaciones terroristas ligadas a Maduro en Venezuela y a la maligna influencia rusa”.
También elogió los llamados del Presidente Boric a denunciar los abusos contra los derechos civiles en Nicaragua y Venezuela (un elogio que la mitad del oficialismo preferiría olvidar). Y no dijo nada sobre aranceles, aun cuando un senador hizo ver su preocupación porque estos puedan favorecer un acercamiento con China.
Ahora hay que esperar qué sucederá en julio, al cabo de los 90 días “de gracia” que se ha dado Trump para aislar su gresca con China. Sólo se puede decir que el miedo continuará, entre otras cosas, porque los mercados son así: nerviosos. Y porque al menos una parte del desorden se debe a que ha habido más interés por vociferar el miedo que por tratar de entender para dónde va Trump. El miedo, precisamente, le es servicial.
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