El futuro de las transferencias de ingresos

Colapso en servicios de San Bernardo


Por Gonzalo Martner, economista y profesor titular de la Universidad de Santiago

En su apogeo, bajo Augusto (27 a.c. -14 d.c), Roma contaba con un millón de habitantes. Para resolver su aprovisionamiento, los gobernantes se ocupaban de la distribución de cereales a los panaderos, pero también los distribuían gratuitamente para la subsistencia de 200 mil personas, un quinto de la población. Para mantener, además, su ejército, debían levantar los impuestos necesarios. Las reservas de alimentos en los tambos y qullqas imperiales incas, basadas en la mita (impuesto en trabajo), cumplían una función semejante. Así, la distribución gratuita de recursos por el gobierno a una parte de la población no es ninguna novedad. Su forma moderna más desarrollada es el Estado de bienestar.

El hipercapitalismo chileno y su paradigma de la focalización se han traducido en que mientras en la OCDE el gasto público en transferencias a las familias alcanzó un 2,1% del PIB (y un 3,4% en Suecia, el país de más alto gasto en la materia), en Chile llegó a solo 1,7%. El gasto público en discapacidad fue de 2% del PIB en la OCDE (y de 4,9% en Dinamarca) y de solo 0,7% en Chile. El gasto público en desempleo representó en 2019 un 0,6 % del PIB (y un 1,9% en Finlandia) y en Chile alcanzó solo un 0,1%. El total del gasto público social representó un 20,0% del PIB en la OCDE en 2019 (y 31,0 % en Francia, el país de más alto gasto social) y solo un 11,4% en Chile. Esta situación explica la rebelión social de 2019, cuando una parte significativa de la población terminó por expresar su hastío con que el crecimiento de las últimas décadas no sacara de la inseguridad económica a las familias y una pequeña minoría prosperara de manera hipertrofiada.

Durante 2020, la resistencia gubernamental a establecer transferencias a las familias para compensar las medidas sanitarias y la explosión del desempleo llevó a que el costo fiscal de las medidas Covid-19 fuera de 6,4 mil millones de dólares, un 2,5% del PIB, apenas un cuarto de las reservas fiscales. La cercanía de elecciones decisivas y los tres retiros de fondos de las AFP autorizados por 2/3 de los parlamentarios, llevaron al gobierno en mayo de 2021 a anunciar un plan de 14,6 mil millones de dólares con bonos para las Pymes y un Ingreso Familiar de Emergencia Universal para 16 millones de personas hasta septiembre. Este fue luego ampliado hasta noviembre, junto a un subsidio a quienes encuentren un empleo formal durante 2021, con un costo adicional de 7 mil millones de dólares. El gasto fiscal crecerá en un año en cerca de un tercio, la cifra más alta en la historia reciente. El gasto público superará así el 30% del PIB en 2021 (desde el 26% de 2019). Este será un monto aún lejano al 38% de Estados Unidos y muy lejano al 55% de Francia o el 53% de Finlandia, los de mayor gasto público en la OCDE en 2019.

¿Se debe volver a la situación previa o estabilizar un mayor gasto público, manteniendo un alto nivel de transferencias a las familias? Es razonable optar por mantener una transferencia al menos al 40% de las familias por un monto similar al actual y amplios programas de creación de empleo. Tal vez la emergencia del Covid será el punto de quiebre para terminar con una focalización absurda, que no debe confundirse con la necesaria priorización del gasto público en lo más urgente y lo más necesario en cada coyuntura. Disminuir el gasto público en 2022 sería un error macroeconómico, pero deberá reacomodarse y financiarse (junto a los programas adicionales que resulten de los compromisos de un nuevo gobierno) mediante una reforma tributaria significativa.