El matrimonio igualitario
Por Yanira Zúñiga, profesora titular Inst. Derecho Público, Universidad Austral de Chile
El anuncio del Presidente Piñera sobre el proyecto de matrimonio igualitario ha generado diversas reacciones. Hay quienes han felicitado la iniciativa, poniendo entre paréntesis la duda sobre su sinceridad moral; y quienes la han rechazado, subrayando la tirantez que causa en la coalición de gobierno y/o alertando sobre sus problemas sustantivos. En una carta enviada a un diario, Daniel Mansuy acusa frivolidad y apela a la existencia de “razones de orden antropológico” que desaconsejan ese proyecto. La reivindicación de las parejas del mismo sexo -sostiene- debe ser considerada en un contexto amplio que incluye “nuestro modo de comprender la paternidad, la maternidad, la filiación y, en definitiva, el fenómeno humano”. Según él, si el matrimonio ha sido especialmente protegido es porque permite resguardar la reproducción de la vida y la cultura, de suerte que si se altera el vínculo entre filiación y sexualidad se trastocaría un resorte esencial de lo humano.
Es cierto que las representaciones sobre la sexualidad han sido parte de las regulaciones de la familia. De hecho, han engrosado una lista tradicional de pecados contra natura, es decir, percibidos como graves alteraciones al orden social, prohibidos no solo por la religión sino también por las leyes. Como documenta Foucault, en Historia de la sexualidad, los tribunales han condenado tanto la homosexualidad como la infidelidad o el matrimonio sin consentimiento parental. Pero este imaginario lleva siglos en proceso de desmantelamiento. En la Transformación de la intimidad, Anthony Giddens traza los orígenes del surgimiento de una sexualidad plástica, descentrada de la reproducción y vinculada crecientemente con la identidad, a fines del siglo XVIII. Tal proceso se acelera durante la segunda mitad del siglo XX, con el desarrollo de la anticoncepción y las tecnologías reproductivas. La despatologización de la homosexualidad, reconocida en 1990 por la OMS, termina por consolidar una nueva forma de ciudadanía -la ciudadanía íntima- que reconoce y respeta las esferas más íntimas de la vida de los sujetos. Todo esto ha modificado profundamente la regulación jurídica de la familia y también las representaciones históricas sobre lo humano, humanizándolas.
El feminismo ha sostenido que el matrimonio, en su forma tradicional, ha restringido la sexualidad a fines reproductivos, y estabilizado la heteronormatividad, el predominio fálico y la división sexual del trabajo. En el Manifiesto Cyborg -un provocador ensayo, escrito en 1983-, Donna Haraway propuso la figura de un cyborg para mostrar las limitaciones de la concepción dominante de “lo humano”, inscrita en estas estructuras de sujeción. El cyborg es, a diferencia de este humano, una criatura que habita en un mundo postgenérico, independizada del trabajo alienado, de las exigencias del binarismo sexual, y libre de las seducciones propias de una totalidad orgánica.