El octavo fallecido

indigente


Dentro de los anuncios oficiales, la subsecretaria Daza dio a conocer que el octavo fallecido por coronavirus era una persona de 44 años que vivía en situación de calle. En Chile, según datos oficiales,  hay poco más de 10 mil personas en dicha situación y se estima que aproximadamente el 10% corresponde a niños, niñas y adolescentes. Sin embargo, según los datos que maneja la Red de Calle, esta cifra sería cercana al doble. No obstante, la diferencia en las cifras, este es probablemente el grupo más al margen de la política pública, donde las soluciones son precarias y transitorias, no adaptadas a su realidad en que ellos hipotecan su vida y seguridad a dispositivos incompletos, subsidiarios de la miseria que los invisibiliza, donde la protección a lo sumo es en horario de rondas, en un sitio donde dormir, parciales como si el verdugo tomara su descanso durante el día. 

Es esa fragilidad su cotidiano, la costumbre de clamar al cielo por un auxilio cada vez más lejano. Para ellos, la mascarilla, el jabón, son un lujo; de prevención nada… solo una alerta en la antesala de la muerte hará que la red se active y los vean, minutos antes que el doctor extienda el certificado que acredite su muerte, aquella que probablemente han sentido en numerosas oportunidades, cuando alguien cruza la calle para no toparse con sus rucos, los mismos que son destruidos por funcionarios mandatados, apenas les dan un rato de soledad. La Calle, sin embargo, nos es lo que los define en su dignidad de personas; ellos fueron padres, abuelos, hijos o nietos, dejaron su casa y hoy con lazos rotos han construido -en un par de metros- una historia de sobrevivencia, con el sueño del reencuentro, algunos buscando en el alcohol el calor que asemeje a los días en el hogar. Otros pasando por una crisis económica, familias enteras en la ladera de un cerro, al lado de los basurales que les provee de alimentos y ropa. Normalizados en el paisaje habitan madres jóvenes y lactantes, adolescentes que mendigan para traer algo a la “casa” formada por una manta y colchones. 

Acostumbrados a ver morir a los suyos más tempranamente de los usual por aquellas enfermedades que en Chile ya a nadie mata, salvo a ellos… así el coronavirus entra en sus vidas con la fuerza que todos los años lo hace la bronconeumonía en invierno, pero con una intensidad genocida, letal más aún que las estadísticas pesimistas, con esa letalidad dolorosa, de holocausto. La indolencia frente a la marginalidad es brutal. Somos cómplices de una muerte segura, que es evitable si actuamos con rigor y planificación, no son las escalas las que nos detienen, no es la dimensión del esfuerzo económico para salvar 10 mil vidas, es no ver a la persona detrás de los trapos sucios, es no verlas detrás de los números, es quedarnos con el número que contamos y abandonarlos una y otra vez a su suerte. El octavo fallecido, el que murió y solo en su muerte supimos de él.

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