El otro virus

La Araucanía


Por Sergio Muñoz Riveros, analista político

Mucha gente teme que al cumplirse los 90 días del decreto del estado de catástrofe el 15 de junio, venga una nueva ola de violencia y destrucción. El temor se justifica ya que el estado de excepción no ha impedido que en las regiones de La Araucanía y del Biobío se produzcan atentados incendiarios, ataques con armas largas contra las fuerzas policiales y hasta uso de explosivos. Un grupo denominado Lavkenche difundió fotos de sus militantes armados, lo que hace pensar en una guerrilla en ciernes.

¿Se reeditarán en Santiago y otras ciudades las jornadas de devastación y pillaje? Cualquier persona sensata lo consideraría una locura en medio de la emergencia sanitaria y la recesión económica, pero la locura empezó a ser metódica hace seis meses. Si llegara a ocurrir, la pregunta es cómo actuarán las fuerzas políticas que el año pasado se excitaron con la idea de un “alzamiento popular”, y aquellas otras que, con bochornoso oportunismo, se sumaron al objetivo de interrumpir el período presidencial.

Los grupos más activos de la asonada descubrieron que la violencia “funciona” como instrumento de coacción política. Así lo piensan también quienes, incluso desde el Congreso, consideran que la acción directa les permite ganar un poder que no podrían conseguir de otro modo. Es una forma de chantaje sobre la sociedad. Por eso, fue una desgracia que tantas personas aceptaran el relato televisivo de que el vandalismo se explicaba por la desigualdad. Era una forma de validar la perversa noción de que el fin justifica los medios. Algunas figuras del espectáculo llegaron a decir que los jóvenes tenían derecho a manifestar su rabia (aunque seguramente preferían que no lo hicieran en su barrio). Los halagos a “los capuchas” han sido expresión de fariseísmo. ¿Cuánto temor disimulado ha habido en eso, cuánto deseo de no irritar a los representantes de la cultura Molotov?

La violencia contaminó la vida del país, dañó gravemente la actividad económica y generó enorme incertidumbre. Es incomprensible entonces que haya quienes, al insistir en la lectura “social” de lo ocurrido, cierren los ojos ante las llagas que le quedaron a la sociedad, como la pérdida de miles de puestos de trabajo, la destrucción de incontables bienes públicos y privados, la intolerancia, el matonaje en las calles, etc. 

Han sido demasiados los equívocos respecto de un asunto que define la posibilidad de vivir civilizadamente y lograr que la sociedad mejore. El descontento social no puede servir de coartada para la violencia como método político. Esa es la frontera de la democracia que no puede traspasarse sino al precio de socavarla y provocar dolorosos desgarramientos. Será mejor si todos los parlamentarios lo tienen claro, si los líderes estudiantiles y sindicales lo empiezan a entender, si los periodistas lo asimilan. Más que nunca, el país necesita paz interna, espíritu de colaboración y solidaridad.

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