El Papa ha muerto, viva el Papa
La muerte del Papa sigue siendo una de las grandes noticias mundiales. Millares de personas siguen con asombro el enrevesado ceremonial vaticano. Muchos se sienten conmovidos por la majestad con que la Iglesia Católica acepta el imperio de la muerte, incluso con el principal de los suyos. Roma se desborda de visitantes; el Vaticano, de transeúntes; la Santa Sede, de periodistas. Muy pocas cosas suscitan conmociones semejantes.
Este patrón se ha repetido con el Papa Francisco, de civil Jorge Mario Bergoglio, elegido Papa tras la inédita renuncia de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, cuya inteligencia se fracturó -es un decir- ante el peso del mundo. Francisco gobernó a la Iglesia por poco más de 12 años, tres menos que Pablo VI y 14 menos que Juan Pablo II.
Si la religión ha retrocedido, como constatan los estudios demoscópicos en todo el mundo, lo ha hecho con una singular parsimonia, reteniendo una combinación de respeto y curiosidad que no se encuentra en ninguna otra institución del mundo. Para ser un fenómeno en extinción, como dicen algunos, hay que ver la vitalidad que exhibe. Cualquier dirigente tendría que tomar nota de esta particularidad. Incluso los que se sienten líderes de la secularización, incluso los profetas de la profecía ya cumplida.
Tampoco hay que olvidar que la Iglesia Católica no ha sido dinamitada por la “guerra cultural” declarada en su contra, sino por el hallazgo de un conjunto casi sistemático de inconductas altamente humanas, que le estaban vedadas por sus propias normas, desde las transgresiones sexuales hasta los pecados financieros. Concentrarse en los recovecos de la sexualidad, como hicieron el episcopado chileno y muchos otros después de los 90, se convirtió en la soga del ahorcado. Juan Pablo II prefirió ignorarlo y, en algunos casos, meterlo bajo la alfombra. Sus sucesores pagaron esa cuenta.
Precisamente fue en el medio de la devastación cuando Francisco debió asumir el mando. No tenía un programa para eso, ni siquiera una convicción: simplemente le cayó encima, como un peso muerto, como un galope en la noche. Hay que decirlo: tuvo el coraje que no tuvo Ratzinger.
Reaccionó como pudo y probablemente será recordado por eso: por haber salido al paso, tropezando y corrigiendo, y regresando a buscar refugio en los elementos básicos de la doctrina cristiana, la misericordia, la piedad, la bienaventuranza. Y en los símbolos; su papado fue un extenuante despliegue de símbolos orientados a probar el regreso del espíritu por sobre la materia. Creía descansar en su “teología del pueblo”, una especie de “teología de la liberación” no marxista, no revolucionaria, con foco en los “excluidos”, desarrollada por el teólogo jesuita Juan Carlos Scannone.
Desde la perspectiva de la modernización de la Iglesia, no fue un Papa memorable. No tuvo el ímpetu transformador de Juan XXIII, ni la profundidad de Pablo VI, ni la osadía mundana de Juan Pablo II. No fue riguroso y buscó resolver las contradicciones a lo amigo, o con enojo. Hasta en los prolegómenos del cónclave se ha seguido discutiendo si cesó o no al cardenal sardo Angelo Becciu, condenado por corrupción.
Francisco se vio obligado a reaccionar ante un mundo crecientemente inasible, mutante, fugaz. Y la pregunta, que permanecerá sin respuesta hasta mucho tiempo más, es si podría haber sido de otra manera.
¿Sabía el Papa Bergoglio a lo que se enfrentaba cuando las votaciones del cónclave empezaron a inclinarse en su favor? Posiblemente, no, aunque, igual que el Papa Wojtyla, ya había recibido algunos votos en el cónclave anterior; es decir, sabía que tenía una posibilidad. Su entorno distribuyó la versión de que buscaba avanzar en el sinodalismo, lo que suponía reformar la Curia. Pero eso lo dicen todos, incluso los de la Curia; la Curia es la bestia negra que suele invocar el populismo eclesiástico. El Vaticano es, y probablemente no dejará de ser, un denso nido de conspiraciones. Y aún así, el teólogo Hans Küng murió pidiéndole que se atreviera a revisar el dogma de la infalibilidad papal, pieza central de la estructura vaticana.
Sin embargo, parte del talento de Bergoglio fue arreglárselas para transitar desde el historial de un arzobispo “conservador” hasta la imagen de un Papa “progresista” con la que se ha ido a la tumba. Esto no es tan prodigioso en la cultura política argentina, pero sí lo es en la del resto del mundo.
La cuestión argentina tiene su pequeña importancia en la composición del mundo de Bergoglio. Su relación de amor y desprecio con su país natal, recubierta con una capa de especulaciones políticas, parece el reflejo de un conflicto con sus orígenes, con un pasado del que pugnaba por desprenderse, mientras al mismo tiempo tendía a refugiarse en él, como lo muestra la corte de sacerdotes argentinos con que se rodeó en Roma. Pero, nuevamente, esto también lo consiguió: una vez que el peronismo dejó la Casa Rosada, el Papa quedó liberado de ese abrazo envenenado. No así del lenguaje y el estilo del peronismo, porque nadie se libera de su propia piel.
De las muchas paradojas que envuelven su papado, quizás la última sea su propio funeral: en un momento en que el planeta se agrieta entre Occidente y Oriente, el homenaje final se ha convertido en una verdadera cumbre del Occidente capitalista al que tantas metáforas sombrías dedicó, un encuentro al que no podrían asistir ni Vladimir Putin (aunque es verdad que Putin ya no asiste a nada que lo saque de su búnker moscovita), ni Xi Jingping, ni el ayatolá Ali Jamenei. Quién lo diría.
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