El poder de las ideas y la cultura del progreso
Por Pablo Paniagua, investigador senior de la Fundación para el Progreso
Hace un mes se publicó el informe de la libertad económica en el mundo, conocido como el Economic Freedom of the World Index 2021, donde se constanta una preocupante caída en picada de Chile en dicho índice de libertad económica. Si bien aquellos índices son muy utilizados por los economistas para advertir avances o retrocesos en materias de reformas micro y macro, existe un aspecto complementario a las reformas institucionales que los economistas por lo general desestiman: el valor de las ideas y el poder de la cultura del progreso.
Pues bien, dos economistas han trabajado en dicha dirección, dejando en evidencia el poder de las ideas y de la cultura en fomentar ciertas actitudes dentro de la población y un ambiente cultural amigable con las ideas de la libertad económica y el progreso. Por una parte, Joel Mokyr, en su más reciente libro A Culture of Growth, explica que la revolución industrial surge debido a la presencia de una cultura del crecimiento —específica de la Ilustración europea—, la cual sentó las bases ideológicas para los avances científicos y los inventos que instigarían la explosión en desarrollo. Por otra parte, la economista Deirdre McCloskey, ha evidenciado —en su potente trilogía de ensayos— que la gran explosión en desarrollo económico, que ocurrió en Holanda e Inglaterra a finales del siglo XVIII, es el producto no solo de buenas instituciones, sino que, en gran medida, de un ambiente cultural y de ideas propicio que les den sustento.
El trabajo de ambos nos sugiere que el factor principal de la explosión en desarrollo y crecimiento económico fueron las ideas a favor de la libertad de emprender y de innovar: la legitimación cultural de aquellos comportamientos de creación científicos y de riqueza de los innovadores, comerciantes, inversores y comercializadores. En épocas anteriores a la Revolución Industrial, dichas personas eran vistas como detestables y consideradas parias, las cuales eran aborrecidas por la población, en lugar de ser respetadas y de tener un lugar encomiable en la sociedad. Durante siglos, los economistas pensaron que el crecimiento se reducía a la simple acumulación de capital, pero el trabajo de Mokyr y McCloskey señala que fue realmente la actitud de innovación, de la mano de una cultura del progreso, y no el capital, lo que explicaría la prosperidad. Una vez que el espíritu del “innovismo” y un ambiente cultural a favor de la libertad de emprender otorgaron dignidad y legitimidad social a las actividades burguesas (como invertir, emprender, comercializar y negociar), el poder de la mano invisible de Adam Smith pudo generar su efecto y elevar a países enteros a niveles de prosperidad y desarrollo nunca vistos.
Esto nos recuerda que buenas instituciones son una condición necesaria, pero no suficiente, para poder sustentar un proceso de desarrollo económico de largo aliento. Entonces, para crear y luego sostener dichas instituciones clave de libertad económica, se requiere de un sustrato cultural y de ciertas ideas que sean amigables con los mercados y con las nociones de progreso económico. En simple, se necesita propagar una actitud social de respeto y de asombro por aquel espíritu de la destrucción creativa empresarial y la innovación, y por las ganancias bien habidas que genera dicho espíritu comercial e innovador; al mismo tiempo que se restringe a los gobiernos de confiscar, invalidar y sofocar dicha actitud.
Las instituciones pro libertad económica, como un Banco Central autónomo, son sin duda importantes, pero estas no son una panacea que resuelven todo. Ya que, si no hay un sustrato cultural amigable y un conjunto de ideas y actitudes que las defiendan y las legitimen a nivel ideológico y práctico, entonces aquellas instituciones quedarán sostenidas en arenas movedizas. El caso del auge y caída de nuestro proceso modernizador en Chile y de toda nuestra institucionalidad, son una clara señal de lo que sucede cuando las instituciones pro libertad económica se sustentan de facto en meras constituciones y en papeles, pero no en las ideas y en la cultura de las personas. El caso de Chile sería el polo opuesto de aquella historia de prosperidad: el reflejo de lo que sucede cuando buenas instituciones son erigidas con pies de barro.
De hecho, se ha creado el índice global de la mentalidad económica (Global Index of Economic Mentality, GIEM). El GIEM utiliza datos de la Encuesta Mundial de Valores para medir cómo los ciudadanos reaccionan y piensan sobre los mercados y el gobierno, capturando así sus actitudes culturales hacia las ideas del progreso económico. Al ver dicho ranking, podemos advertir que Nueva Zelanda, la República Checa, Suecia y Estados Unidos encabezan la lista de los países que valoran más la iniciativa privada que la intervención del gobierno. Asimismo, podemos ver que Chile se ubica dentro de los 11 peores países del ranking con una mentalidad económica muy baja; es decir, con una actitud cultural negativa hacia la iniciativa privada y una actitud favorable hacia la expansión del Estado. Chile comparte una mentalidad económica similar a aquella de países como Irán, Egipto y Bangladesh, entre otros países que repudian la libertad económica y la iniciativa privada.
En síntesis, la evidencia indica una paradoja para Chile: por un lado, posee instituciones pro libertad económica que reflejan un sistema amigable con el progreso económico y los mercados; pero, por el otro lado, posee un sustrato cultural negativo, antimercado y una actitud contraria a dichas instituciones. Chile sería entonces un caso digno de estudio, ya que es (era) un país con un alto grado de libertad económica consagrado en sus instituciones formales, pero en el cual el sentimiento público y el de la ciudadanía no coincide para nada con dichas instituciones. Pareciera existir un desajuste cultural en Chile, el cual nunca se ha subsanado y que imposibilitaría que el país cree las condiciones necesarias para un proceso sustentable de progreso económico de largo aliento. Una combinación contradictoria entre instituciones y cultura es bastante frágil, algo que los economistas denominan un equilibrio institucional inestable, el cual tiene dos conclusiones posibles: o se preservan las instituciones pro-libertad económica y se cambia la cultura subyacente para sostenerlas, o se mantiene la cultura actual a desmedro de ir desmoronando las instituciones actuales. Pareciera que en estos últimos años el país ya tomó una decisión respecto a esta crucial pregunta.