El problema del acceso
Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar
El acceso a la educación superior genera enorme interés en la opinión pública. Y es razonable, dados los significativos beneficios privados (remuneración, prestigio, oportunidades, en resumen, movilidad social) y públicos (una población más educada impulsa el crecimiento del país, de la cultura y de la democracia) que genera estudiar más allá de la educación obligatoria.
Nuestro país ha tomado decisiones de política que refuerzan lo anterior. La alta prioridad que tuvo la gratuidad de la educación superior, y la magnitud de la inversión pública, fue una manera concreta del gobierno de la ex Presidenta Bachelet de dar una señal: la educación terciaria es el movilizador social que el país ha preferido para su población y su desarrollo. Que todos tengan oportunidades de ingresar a esta, entonces, se vuelve fundamental.
¿Puede este ingreso ser equitativo? Históricamente, sea por la escasez de plazas, la falta de apoyo financiero o la desigualdad en la calidad del sistema escolar, el acceso a la educación superior -en particular la universitaria- ha sido un tema de elite. Solo la liberalización de la educación superior, y la sucesiva creación de las universidades privadas, los institutos profesionales y centros de formación técnica, permitió la masificación de este nivel educativo. Tras dos décadas de una tenaz resistencia del Consejo de Rectores (Cruch) a cualquier cambio, el Ministerio de Educación ha hecho importantes esfuerzos para lograr que los sesgos de los instrumentos de acceso vigentes, en particular de la ya desaparecida PSU, fueran modificados. Los cambios definitivos, que se concretaron en una nueva Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES) fueron anunciados hace algunos días. De concretarse, según los antecedentes entregados, podrían reducirse un poco las brechas socioeconómicas en el ingreso a la educación superior.
Parece importante reflexionar acerca de qué dice esto de las prioridades de nuestra política educacional. Primero, la ampliación de la oferta es la primera clave de la equidad en educación superior, y en Chile, esto fue conseguido por el sistema privado y el técnico profesional, de la mano de un apoyo importante a los estudiantes más vulnerables mediante becas y créditos. No ha sido la educación pública -sea por acción u omisión- la que ha liderado la verdadera inclusión de quienes en el pasado no tenían acceso a la educación superior. Lo segundo es que la gratuidad, y junto a ella el programa político de Bachelet II, fue una decisión de política que obligó al país a tomar la difícil (si no imposible) ruta de buscar reducir las desigualdades desde la educación superior, donde cada peso vale menos y cada esfuerzo es menos efectivo, en lugar de la educación parvularia y escolar. Durante ese gobierno vimos la creación de universidades y centros de formación técnicas estatales, pero la contracara es la decadencia de los liceos públicos de excelencia, instituciones a las cuales la actual oposición le tiene al menos desconfianza.
Tercero, y lo más importante, es que esa ruta parece haber encadenado a los futuros gobiernos a trabajos y esfuerzos que no logran ir al fondo del problema. La PAES podrá reducir el sesgo adicional que tenía la PSU, pero no hace nada por reducir la enorme desigualdad de resultados entre la educación particular y la pública. Se podrán quizás identificar talentos potenciales, pero ¿qué se hará con las competencias, habilidades, aprendizajes de quienes ni siquiera rindieron las pruebas y no piensan en lo inmediato en la educación superior, sino en el mundo del trabajo, que requiere de los aprendizajes del sistema escolar?
¿Será el gobierno entrante capaz de revertir esta tendencia? La condonación del CAE, política que el Presidente electo ha insistido en llevar a cabo, no parece el más auspicioso de los comienzos.