
El problema del narco y los uniformados

Para los carteles, un cabo sobornado vale más que 10 sicarios, ya que tiene entrenamiento, logística y recursos. Ocurrió en Venezuela, donde el Cartel de los Soles convirtió a miembros del Ejército y de la Guardia Nacional en traficantes; y en México, cuando desertores de fuerzas especiales, entrenados en Estados Unidos crearon a los Zetas y dotaron al narco de tácticas militares. Todos empezaron con casos aislados y alguien que miró para el lado y todos terminaron con el Estado obligado a negociar con el narco.
Chile todavía observa el fenómeno como quien mira una tormenta en el horizonte. Sin embargo, los casos de estas semanas aumentan el riesgo de llegar a un punto de no retorno. Cuando el tráfico se blinda bajo uniformes institucionales, su avance –y el desprestigio institucional– es rápido.
La historia es cruel con los países que ignoraron la primera alarma. Colombia tardó dos décadas y un duro proceso de paz en cicatrizar las heridas de un Ejército fracturado. México militarizó su territorio y policías y aún dista de dar una respuesta al narco. La historia es clara: cuando los guardianes del orden trabajan con quienes buscan romper el Estado de Derecho, la frontera entre legalidad e ilegalidad se difuminan.
El daño institucional que más preocupa se produce cuando el monopolio del uso de la fuerza, pasa a ser un duopolio: son dos quienes tienen acceso a nuestros mejores hombres. Así, quien rompió su promesa de cuidar a la patria, no solo enriquece al crimen: legitima la lógica de que todo poder es negociable. Y recordemos que el terrorismo se financia principalmente a través del narcotráfico.
La respuesta a problemas complejos, requiere soluciones similares. Primero, coordinar a las inteligencias: la información fragmentada y compartimentada solo reduce la eficiencia. Es fundamental compartir información con las instituciones castrenses, deben usarse los datos del Estado para contrainteligencia. Segundo, fortalecer el existente control civil, con potestad para auditar patrimonios y responder rápidamente. Tercero, resolver las diferencias interpretativas entre la justicia civil y militar en los casos de narco.
La clave es preventiva. Un buen servicio de contrainteligencia detecta autos de lujo o viajes exóticos de quien no pareciera poder costearlos, modificaciones de consumo, etc., y actúa. Porque una vez que el escándalo estalla, las detenciones sirven solo para mitigar el daño reputacional.
Cada país elige su espejo. Italia contuvo a la Cosa Nostra cuando dejó de negar su existencia, reconoció que era una amenaza existencial y respondió con los maxi-procesos de Sicilia. Chile dispone hoy de la misma ventana estratégica: los casos son puntuales y la sociedad sabe que nuestras Fuerzas Armadas son altamente profesionales e institucionalmente correctas.
Pero esa ventana se mide en meses, no en años. Si la contrainteligencia no se moderniza al ritmo de los carteles, se repetirá lo que pasó en México: más soldados en las calles, menos legitimidad en los cuarteles. Y entonces el uniforme dejará de ser símbolo de nuestra república para convertirse en garantía, pagada en efectivo, de impunidad criminal.
Por Matías Aránguiz V., profesor de Derecho UC. Doctor en Derecho.
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