El quórum del art. 133, o el camino hacia una democracia popular

Convencion Constitucional día Martes


Por Rodrigo Poyanco, profesor e investigador Facultad de Derecho, Universidad Finis Terrae

Como sabemos, el artículo 133 de la Constitución establece que la Convención Constitucional deberá aprobar las normas y el reglamento de votación de las mismas por un quórum de dos tercios de sus miembros en ejercicio. La misma norma agrega que la Convención no podrá alterar los quórum ni procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos. A pesar del claro tenor de estos preceptos, una mayoría de los convencionales parece haber llegado a la conclusión de que ese quórum no se aplica a la votación de algunas importantes normas reglamentarias que regularán el funcionamiento de ese organismo.

Anteriormente, un convencional de la mayoría llegó a acusar a otro del mismo sector —quien sugirió, tímidamente, respetar aquella norma en las citadas votaciones— de ser “nostálgico” de la “democracia de los acuerdos” (curiosa acusación: hasta donde sabíamos, una democracia consiste, precisamente, en la adopción de “acuerdos”) e, incluso —sea anatema—, partidario de una “democracia restrictiva”.

Pareciera que los constituyentes de dicha mayoría actúan así, convencidos de lo que consideran un aplastante triunfo democrático obtenido en las urnas, tanto en el referéndum que aprobó la modificación constitucional del capitulo XV de la Constitución, como en la elección que los erigió en convencionales. La Constitución de 1980 sería un mero estorbo antidemocrático a ese mandato. No es el primer indicio que esos convencionales ofrecen de esta forma de entender su labor.

Sin embargo, el dilema que intenta oponer el concepto de Constitución al de “mayoría democrática” —como si nuestra Carta fundamental fuese un simple “escollo” para las pretensiones de quienes controlan a la Convención— es fundamentalmente falso, y revela una incomprensión absoluta de lo que implica el poder de esas mayorías en el constitucionalismo contemporáneo.

Ya durante la Guerra Fría, Carl J. Friedrich advertía la presencia de dos conceptos de democracia, que se disputaban la supremacía en Occidente. El primero de ellos, manejado principalmente en EE.UU. y los países desarrollados de Europa, alude a la democracia “constitucional”, y nos dice que el gobierno del pueblo debe ser complementado con reglas que limiten el poder de la mayoría democrática.

Así como las personas pueden individualmente equivocarse y abusar de su poder, lo mismo sucede con las mayorías políticas; sea en una sociedad, sea en una asamblea. Una democracia descontrolada –ahí están los ejemplos de la Alemania de Hitler o la Venezuela de Chávez— puede recorrer fácilmente la pendiente hacia el abismo, si la sociedad se deja arrastrar en masa hacia un proyecto político totalitario. Para evitar ese peligro es que existen las constituciones.

Sin embargo, el mismo Friedrich advirtió la pervivencia de un concepto de “democracia”, aparentemente igual, pero esencialmente distinto, que es el que aún se defiende en los países sometidos al yugo comunista. En estos gobiernos, la “democracia” es, simplemente, el gobierno “del pueblo” o “de la mayoría”, sin limitación alguna. Por tanto, el gobierno correspondería, sin contrapeso, a quien se arrogue la representación de esos colectivos. Agreguemos nosotros que, manipulando a voluntad de sus líderes los conceptos de “pueblo”, “mayoría”, “democracia” e “igualdad”, en todos estos regímenes se repite, una y otra vez, el mismo terrorífico guión: las élites que manejan el poder en esos sistemas, conquistan el poder absoluto (al comienzo, no pocas veces, de forma “democrática”); lo usan sin vacilaciones, destruyendo una a una las barreras institucionales a su poder, hasta reducir los países que gobiernan a cenizas; y todo lo que hacen, lo hacen bajo la misma consigna: “por el pueblo”...

De ahí que una democracia sujeta a límites constitucionales no sea “tutelada” ni “restrictiva”, sino simplemente la única forma en que el constitucionalismo contemporáneo puede aceptar el funcionamiento de un órgano democrático, para evitar que este degenere en un peligro para los derechos y libertades de las personas. Una Constitución es un documento esencialmente “contra” mayoritario, y el principal peligro que debe conjurar no es la existencia de desigualdades socioeconómicas —cuestión en la que, además, ese documento puede influir solo de manera indirecta—, sino la conversión de un gobierno o una asamblea democrática en un órgano dictatorial o autoritario. Por tanto, ni la Constitución, ni las instituciones que vigilan su cumplimiento —como el Tribunal Constitucional—, están allí para dar el gusto a las mayorías democráticas, sino para controlarlas.

El quórum de 2/3 del art. 133 es, precisamente, una regla de aquellas que busca evitar que la Convención Constitucional degenere en un órgano autoritario. Debiera, por tanto, ser respetada desde el comienzo. La conducta en contrario de los convencionales de la mayoría constituye, en cambio, un preocupante indicio del tipo de nueva “Carta Fundamental” que esperan redactar: un documento, denominado cosméticamente “Constitución”, que sirva solo para legitimar su proyecto refundacional, debilitando de forma letal las barreras que una verdadera Constitución ha de prever contra cualquier intento de instalar en Chile un gobierno autoritario o, peor aun, totalitario; aunque sea inicialmente bajo las formas de una democracia.

Si los convencionales de la mayoría no respetan las reglas constitucionales actuales, no hay razón para suponer que tengan la voluntad de respetar las futuras. Sería un caso de libro de utilización del concepto de democracia (“popular”) para destruir la vigencia de nuestra democracia (“constitucional”). Puesto que, en nuestra opinión, el actuar de esa mayoría acerca peligrosamente el actuar del órgano constituyente, cada vez más a la nulidad de derecho público, se hace urgente hacer aplicables al actuar de la Convención Constitucional todos los mecanismos de control que nuestra Carta Fundamental prevé, específicamente, en contra de aquellos organismos o instituciones —incluyendo los que tengan origen democrático— que intenten arrogarse otra autoridad o derechos distintos a aquellos que expresamente se les hayan conferido, en virtud de la Constitución o las leyes; y defender a toda costa las reglas constitucionales que regulan el funcionamiento del proceso constituyente y la entrada en vigencia (no olvidemos el plebiscito de salida) de una nueva y eventual Constitución Política.

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